viernes, 15 de junio de 2012

“Olía a sangre, a cal, a miedo y a muerte “.


Fosa en el cementerio de Aguilar de la Frontera (Córdoba)



30 may 2012

Es la madrugada del día 20 de agosto de 1936, y un calor sofocante presagia las altas temperaturas de un verano muy caluroso, como el que ya nadie recuerda. El ensordecedor motor de una camioneta, se detiene, el ruido deja paso al primer canto de los pájaros de la mañana. El sol comienza a apuntar en el horizonte. Un horizonte rojizo, deslumbrante, que presagia la tragedia venidera. Se oyen voces, risas … e insultos. A golpe de punta de pistola diez hombres bajan atropelladamente de la camioneta. Uno de estos hombres es Francisco Antonio Jiménez García, de apenas 33 años de edad, jornalero de profesión como su padre, ha sido hasta este mismo día el tesorero del Centro obrero El porvenir en el Trabajo, socialista hasta la médula y miembro de la Comisión Gestora Municipal del Frente Popular.
Los diez hombres han sido conducidos desde los calabozos del municipio cordobés de Monturque, donde todos ellos llevan varias semanas detenidos a las puertas del cementerio municipal de Aguilar de la Frontera. Apenas han sido 10 kilómetros los recorridos en el trayecto, interminable e incierto. Casi una hora de miedo, de recuerdos, de angustia, de ver pasar toda una vida a medida que trascurren los minutos. Con lágrimas en los ojos no han podido ninguno de ellos dejar que la emoción y el sentimiento les acerque por última vez a sus seres queridos.
Francisco Antonio, piensa en su esposa Maria Antonia y a sus tres hijos,( la mayor una niña de 6 años y el menor un varón que no ha cumplido todavía el año de vida), lleva demasiados días sin saber nada de ellos. Recuerda con nostalgia a su padre Antonio y a su madre Emilia. Un nudo en la garganta hace que los sentimientos a flor de piel se conserven muy adentro. El recuerdo … el último recuerdo.
Un fuerte culatazo de un fusil mauser le hace volver de nuevo a la realidad. Empujado y encañonado, es conducido junto a los demás a las tapias exteriores del campo santo, las de la zona sur. Al caminar junto a las mismas, puede observar el reguero de sangre existente en todo el trayecto y que se pierde al final de las mismas. ¡Vamos¡ ¡Vamos¡, de nuevo más empujones.
Al volver la esquina de la tapia frontal, donde la sangre apenas era perceptible, un fuerte escalofrío recorre toda su espina dorsal. La visión es dantesca, desoladora. Los cuerpos de seis hombres yacen sin vida en el suelo junto a las tapias agujereadas por el impacto de las balas. Cuatro camilleros se aferran en colocar los cuerpos sobre improvisadas carretillas, mientras un grupo de unos ocho a diez hombres permanecen sentados en el suelo, alejados y absortos en sus juegos. Beben algún licor, cantan y ríen entre gritos de ¡arriba España¡. Dos hombres, que visten camisas azules, con bordados de colores y boina se prestan al registro y saqueo de las pertenencias de los cuerpos sin vida. Todo les vale, un reloj, una cartera, una sortija … Despojan como aves carroñeras los cuerpos sin vida. Requisan pertenencias que puedan delatar y revelar la identidad de los asesinados. Se afanan en completar un trabajo bien hecho. El verdugo suele cobrar. El asesino pretende ocultar.
Maniatados a una cuerda, los diez hombres son conducidos delante de la tapia, donde momentos antes yacían los cuerpos sin vida. Son alineados sistemáticamente una al lado de otro. Sabedores de su suerte, de su fatal destino, comienzan a despedirse entre ellos.
¡Socialistas¡ ¿No queríais tierras? El grupo de hombres que permanecía sentado, comienza a incorporarse a la orden del que parece tener el mando. Ordena formación e instantes después ¡fuego¡ al que sigue una ráfaga de disparos.
Uno a uno los cuerpos de los diez vecinos de Monturque, caen al suelo. Silencio, lamento, quejidos. Diez disparos más. Esta vez de pistola. Diez tiros de gracia, sobre diez cuerpos sin vida. Es algo más de las ocho de la mañana. El sol ha salido por completo.
El motor, aún caliente de la camioneta, vuelve a ponerse en marcha. Se aleja lentamente a la par que se oyen canciones de guerra, risas y disparos al aire.
Francisco Antonio, es recogido, trasladado y arrojado a una fosa común existente en el interior del cementerio. Una de las tres que para este menester han sido cavadas hace algunos días. Cientos de cuerpos sin vida se apelmazan en su interior. En menos de un mes han llenado la primera de las fosas de más de dos metros de profundidad.
Huele a cuerpo humano, a cal, a miedo, a muerte, a injusticia.
El sol abrasa y cae verticalmente sobre las calles desoladas. A pesar de ello, Josefa aviva el paso, sabe muy bien que el camino andado no puede volverse a andar. Es treinta de junio del 2008 y Josefa Jiménez Ramos ha realizado el mismo trayecto que su padre Francisco Antonio Jiménez García realizó hace 72 años. Ha venido de Monturque a Aguilar de la Frontera. Esta vez ha sido al juzgado. Sus casi ochenta años dificultan su andar, su lento y pesado andar. Bajo el brazo porta unos documentos. En uno de ellos se puede leer:
(…) la que suscribe Josefa Jiménez Ramos, vecina de Monturque (Córdoba) con el debido respeto y consideración expone:
“Que con motivo de la pasada guerra civil española, mi difunto padre, Francisco Antonio Jiménez García, fue fusilado el día 20 de agosto de 1936, en el cementerio de Aguilar de la Frontera, pero la defunción del mismo nunca llegó a inscribirse.
Teniendo conocimiento de que alguna de las personas que fusilaron en idénticas circunstancias que mi padre, posteriormente fue inscrita su defunción, es por lo que solicito a Vd., se sirva dar las ordenes oportunas para que se proceda a la inscripción de la muerte del mismo …”
No es la primera vez que la familia acude al juzgado a realizar esta petición. Ella lo sabe muy bien. Su madre María Antonia Ramos Capote, viuda de Francisco Antonio Jiménez García, lo hizo por vez primera en 1979 (cuarenta y tres años después de la desaparición de su esposo), con motivo de la recién estrenada Ley de Pensiones de Guerra aprobada en plena transición. A pesar del tiempo …, de todo el tiempo transcurrido incomprensiblemente le fue denegada a pesar del informe favorable de la Audiencia Provincial de Córdoba que instaba en el expediente que fue tramitado a que dicha inscripción se llevase a efecto.
Casi treinta años más tarde su hija vuelve a intentarlo. La viuda no pudo ver cumplido su deseo al fallecer en 1992. Es, ha sido una larga espera.
Lamentablemente este caso no es una excepción. Solo uno del grupo de los diez fusilados de Monturque de ese día, obtuvo la inscripción, fuera de plazo legal, en 1947 (once años más tarde) y después de distintos intentos y suplicas por parte de los familiares, no sin antes haber asistido a la humillación de ver denegada la inscripción otras tantas veces. ¿Puede caber más crueldad?
Vencer el miedo y el temer de presentarse de forma repetida y reiterada ante los funcionarios del Nuevo Estado, solicitando primero la búsqueda y después la inscripción o alguna noticia de un familiar rojo denota la valentía y el grado de compromiso, el arrojo y el coraje de estas gentes.
En cualquier caso, nada o casi nada pudieron averiguar con exactitud, pues la historia falsificada envolvió a las víctimas y los hizo desaparecer física y documentalmente de una forma planificada, meditada y calculada. Los crímenes cometidos alejaron las sombras y trajeron el olvido, silenciaron los nombres y sembraron la tierra de ignominia y vergüenza. Desaparecidos, sin poder nombrarlos. Sin poder inscribir su desaparición. Por siempre buscados y queridos. Desaparecidos …
El funcionario de correos, ha entregado hoy tres de septiembre del 2008 a Josefa una carta del Juzgado de Aguilar de la Frontera. Ha sido entregada en mano, por que en mano son entregadas las cosas importantes. Y esta para Josefa, sin duda lo es. Lee y devora con impaciencia, una impaciencia acumulada día tras día, año tras año. Por fin setenta y dos años y cuarenta y tres días después, su promesa de no desistir en el empeño, de recoger el testigo y seguir luchado y denunciando una injusticia demasiado tiempo prolongada llega a su fin y la democracia y el país por el que tanto lucho y defendió su padre a tenido a bien inscribir su asesinato en el Registro Civil, no sin antes tener que ofrecer pruebas documentales (72 años después) y testificales para la comprobación del hecho y haber tenido que contar con el informe favorable del Ministerio Fiscal.
Francisco Antonio Jiménez García, recuperó su nombre, su muerte y dejó de ser un desaparecido documental, que no físico, algo que todavía incomprensiblemente no ha ocurrido con Antonio Expósito Cruz, José Julián Flores Molina, Pablo López León, Camilo Enrique Rojas Molina, Severo Rojas Rojas, Manuel Sánchez Aguilera Y Manuel Sánchez Osuna y varios cientos de personas más que en esta localidad fueron pasadas por las armas en pocos días, republicanos, civiles, cuyos cuerpos sin vida fueron apilados en montones, rociados con gasolina y quemados en el cementerio municipal, obviándose su identificación y su registro y quedando en consecuencia legalmente desaparecidos, por que el derecho a la memoria, a su memoria, en este país no ha sido reconocido suficientemente todavía, si no se inscriben sus muertes lo seguirán siendo de forma permanente e indefinida.

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