A Ana Granada Garzón de la Hera la mataron, según su
hijo Miguel, porque “no quería nada con la Iglesia y no estaba casada”, y
a la abuela de Manuel Domínguez, por ser “la mujer de un líder obrero
que marchó a Madrid a luchar en el frente”. Conocieron su pérdida a
través de su hermana mayor y su padre, respectivamente. Ambas formaban
parte del grupo de 17 mujeres de Guillena fusiladas en 1937 en las
tapias del cementerio del pueblo vecino de Gerena.
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Manuel Domínguez y Miguel Aguilera Garzón, nieto e hijo de dos de las 17 mujeres de Guillena asesinadas en Gerena. |
27-04-2011
Guillena es un pueblo situado apenas a veinte kilómetros de Sevilla
que en 1936 contaba con una población de unos 4.000 habitantes. Cuando
se conoció la noticia de que el ejército rebelde se había sublevado
contra la legalidad democrática de la República, la gente formó un
comité que se encargó de la recogida de armas por casas y cortijos, con
la anuencia del brigada comandante del puesto de la Guardia Civil de la
localidad.
Establecieron guardias y vigilancia en los accesos al pueblo,
llevaron en camionetas víveres y dinamita a varias poblaciones cercanas e
intentaron sin éxito la voladura de un puente sobre el Guadalquivir en
la localidad sevillana de la Algaba.
A las ocho de la tarde del 26 de julio de aquel año, una columna
mandada por Ramón de Carranza, que luego fue el primer alcalde
franquista de la ciudad de Sevilla, tomó el pueblo y dejó nombrada una
comisión gestora a cargo del Ayuntamiento. La gestora lo primero que
hizo fue suspender a todos los empleados municipales, excepto el
alguacil y el jardinero, y la sustitución del secretario por otro nuevo.
Dos días después llegó al pueblo una columna al mando del brigada de
la Guardia Civil Juan Ruiz Calderón, que se encargó de poner en marcha a
las milicias junto a Antonio Belmonte, jefe de Falange. A raiz de
entonces comenzaron las detenciones y las batidas en las inmediaciones
de los pueblos para iniciar la represión y persecución de los huidos y,
además, evitar los asaltos que se venían dando en cortijos y fincas en
busca de alimentos.
Las detenciones y los traslados de prisioneros a Sevilla para ser
ejecutados son cada vez más frecuentes. La gran mayoría de los detenidos
se entregaba voluntariamente, engañados por los continuos señuelos de
los represores y por las amenazas contra familiares.
En ese marco de represión generalizada, durante el otoño de 1937,
diecinueve mujeres del pueblo fueron detenidas y posteriormente
sacadas de la cárcel, paseadas públicamente con las cabezas rapadas y obligadas a asistir a misa. Unos cuantos días después, trasladaron a diecisiete de ellas a Gerena, donde fueron
asesinadas alrededor de las diez de la mañana y arrojadas a una fosa común en
el cementerio de San José. José Domínguez, que por entonces tenía ocho
años y se encontraba jugando en un olivar cercano junto a sus amigos,
contó al profesor Leonardo Alanís Falante que, durante la masacre, las
mujeres trataron de esconderse en los nichos excavados en la tierra y
un sujeto apodado “el moña” las cogía por los pelos y las ponía para que las mataran.
Mientras ellas trataban de protegerse, sus verdugos disparaban sus
fusiles desde la cancela del camposanto. Eran algo más de una docena,
todos falangistas, salvo dos o tres guardias civiles.
Una de las mujeres presentaba un avanzado estado de gestación.
La mayoría de ellas todavía permanecen inscritas en los registros
civiles como personas vivas. La hija de una de ellas conservó para
siempre la hoja del calendario que marcaba el día fatídico de aquel año
en que asesinaron a su madre.
Cuando Miguel, el hijo de Ana Granada Garzón de la Hera, tenía siete u
ocho años, sus hermanos y sus tíos le contaron la historia del cura
“que las mandó matar”, porque “tenía represalias contra las mujeres que
no estaban casadas por la Iglesia”. Fue el sacerdote quien se presentó
en la cárcel donde estaban las detenidas y “a todas las que le pareció
las mandó a Gerena para matarlas”. El mismo cura, años después, le dijo a
su hermana mayor que lo llevara a bautizar, y le dio “siete gordas”.
Todavía hoy se pregunta Miguel “qué buscaba con darle ese dinero a mi
hermana si sabía que había matado a mi madre”.
Manuel se enteró del
destino de su abuela por boca de su propio padre, “siempre con mucho
cuidado y sin contarte todas las cosas”. Su padre nunca intentó hacer
nada por ser “un hijo de la dictadura, y a ver quién se movía en esos
tiempos”. Por eso, a los 16 años, Manuel entendió que “hay que hacer
algo, porque veo que mi padre se va haciendo mayor y no puede hacer
nada”. Con esa impotencia encima, decidió tomar el relevo, porque “esto
no se puede quedar así, al menos que sepa que tuvo un padre y una
madre”.
Tras las huellas de los suyos
El Castillo de las Guardas es una pequeña localidad de algo más de
1.600 habitantes, asentada en las puertas de la Sierra Norte de Sevilla.
Tras el alzamiento militar del 18 de julio, los castilleros
republicanos, aunados por su Ayuntamiento, comenzaron un breve período
de sometimiento de las fuerzas militares presentes en el pueblo,
encarnadas en un destacamento de la Guardia Civil.