Once historiadores diseccionan la figura del dictador Franco
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Franco bajo palio |
El País, - 29 julio 2012
Franco organizó la Guerra Civil para derribar la República. Una vez
logrado su objetivo usó el poder para ensañarse con sus adversarios. Un
grupo de historiadores analizan los gestos y la personalidad de un
dictador cuya crueldad alcanzó, entre otros, la protección del palio.
Franco. La crueldad
Por ÁNGEL VIÑAS
Hay aspectos en Franco que no dejan de sorprenderme. Su capacidad de
actuar jugando con todas sus cartas contra su pecho. Su cautela llevada
al límite. Su sabio aprovechamiento de la coyuntura, en su provecho. La
falta de pudor con que pocos días más tarde se autopresentó ante Hitler
como el cabecilla de la sublevación. O la forma en que engañó como
chinos a los agentes del SIM italianos. Su total desprecio por la vida
humana. Una anécdota, que me contó hace años un testigo, uno de los
emisarios que envió a Hitler, se me ha quedado grabada. Un oficial se
presentó a Franco para ver si podía conseguir que se perdonara a dos
chavalas que habían usado mosquetones contra los sublevados. La
respuesta de Franco fue glacial: ya conoce usted las órdenes.
Ejecútelas. El oficial salió temblando. No todos eran killers. Pero las
chicas no se salvaron.
Carecía de fibra moral. No había sido un genio en la política, en la
milicia, en la economía o en la formación técnica. Su capacidad para la
traición. La sublevación la reacondicionó de tal manera que los deseos
de los monárquicos que confiaban en él se quedaron en agua de borrajas.
La inversión en terror que promovió, incluso por medios que chocan en
comparación con la Italia mussoliniana y el Tercer Reich, fue el legado
sangriento que ha dejado en la historia de España.
Ángel Viñas es historiador, autor de La conspiración del general Franco.
EL llorón
Por PAUL PRESTON
Aunque implacablemente cruel con sus enemigos y fríamente distante
con sus subordinados, era de lágrima fácil. Las limitaciones emocionales
de su infancia se reflejaban en la madurez en un profundo sentido de
privación y la consiguiente autocompasión: lloró el día de su primera
comunión; lloraba al hablar de Alfonso XIII; lloraba cuando hablaba de
la ayuda recibida de Portugal, Italia y Alemania durante la guerra. En
las pruebas de su encuentro con Hitler se veía que sus ojos empapados le
brillaban de emoción. Se le llenaron los ojos de lágrimas al recordar
la vergüenza de Pétain cuando tuvo que pedir el armisticio, olvidando
cómo él mismo había intentado explotar la debilidad francesa para ocupar
parte del imperio francés en el norte de África. Franco estaba
embargado de emoción durante la visita de Eisenhower y lloró en el
banquete que se dio en el palacio de Oriente visiblemente conmovido por
estar en términos de familiaridad con el presidente de EE UU. Se
emocionó el día que recibió un doctorado honorífico de la Pontificia de
Salamanca. Tal emoción contrastaba con la frialdad con que contemplaba
masivas sentencias de muerte. Y la llorosa gratitud por la ayuda
portuguesa durante la guerra no le impidió acariciar la idea de una
anexión de Portugal para una España más grande.
El tono de resentimiento y de lástima de sí mismo fue una de las
fuerzas motivadoras que le condujeron a la grandeza. Numerosas anécdotas
de su vida evocan al chiquillo oprimido que debió de ser: un día en
Alcañiz durante la guerra, al ver a sus oficiales tomando un aperitivo,
salió de su cuartel y dijo en voz quejica a uno de sus generales: “¿Es
que yo no puedo tomar una copa?”. Sólido comilón, se quejó un día ante
su guiso de carne favorito, “como soy el jefe del Estado, me ponen el
ragú con mucha carne, y resulta que a mí también me gustan mucho las
patatas”. Se sentía a gusto sintiéndose privado. La autocompasión se
veía en muchos de sus discursos, pero quizás el ejemplo más llamativo
fue el 7 de marzo de 1946 en el Museo del Ejército. Hablando de la
hostilidad internacional, aseguró: “Nosotros somos a los que menos puede
sorprender, pues jamás se nos habló de otra cosa que de sacrificios e
incomodidades, de austeridad y largas vigilias, de servicios y de
centinelas. Pero en este servicio, a vosotros os corresponde alguna vez
el descanso, y a mí no; yo soy el centinela que nunca es relevado, el
que recibe los telegramas ingratos y dicta las soluciones; el que vigila
mientras los demás duermen”.
Paul Preston, catedrático en la London School of Economics, es autor de El gran manipulador. La mentira cotidiana de Franco.
El saludo blando
Por JOAN MARIA THOMAS
Las imágenes saludando vistiendo uniforme del Ejército con los
añadidos de cuello azul y boina roja fueron muy corrientes a lo largo de
su régimen. Tal multicoloridad representaba los tres sectores que
nutrieron el bando rebelde en la Guerra Civil: militares, falangistas y
carlistas. Al primero pertenecía el llamado Caudillo y de los demás se
incautó el 19 de abril de 1937, vía promulgación de un Decreto de
Unificación que creó el partido único Falange Española Tradicionalista y
de las JONS. Un partido fascista en el que los camisas viejas aceptaron
participar creyendo que Franco y su consejero Serrano Súñer
construirían un auténtico Estado fascista. Pero no lo hicieron, sino un
régimen representativo de los rebeldes y sus apoyos civiles, bajo la
jefatura indiscutible y (casi) eterna del dictador. La progresiva
castración del sueño falangista no fue demasiado cruenta, y cuando se
vio lo que en realidad se pretendía, tan solo unos pocos falangistas
dimitieron (como Ridruejo en 1942). La triunfante Falange de Franco
quedaría para siempre. Ni más ni menos que hasta abril de 1977, cuando
se disolvió por decreto, tras cambiar de nombre y llamarse Movimiento.
Sus militantes disfrutarían durante años de empleos, sinecuras, pisos e
influencias, aún soñando unos pocos de ellos en una “revolución
pendiente” que nunca llegó. En realidad se convirtieron en el apoyo
civil más incondicional de Franco, ya que a él y solo a él todo se lo
debían. El poco enérgico saludo del Caudillo ejemplifica su versión del
fascismo. Blando. Nada terso, como gustaban de decir nuestros fascistas.
Joan Maria Thomas es profesor titular de Historia Contemporánea de la
Universitat Rovira i Virgili. Autor de Los fascismos españoles.
Franco, la voz y el carisma
Por JULIÁN CASANOVA
Los déspotas modernos dedicaron mucha atención a la construcción de
su imagen pública, al cuidado del estilo y de la pose en los discursos y
apariciones públicas. Si hubiese que concretar en un caso histórico el
“tipo ideal” de “autoridad carismática” que teorizó Max Weber, ese sería
Hitler. El liderazgo de Franco tuvo, por el contrario, poco de
carismático y para ejercerlo no necesitó de la dramatización. Ni de la
voz. Era atiplada y sonaba casi infantil, poco agradable. Nunca empleaba
una entonación variada y sus discursos eran monótonos y aburridos.
¿Para qué quería una dicción clara, armónica o limpia, una voz que
transmitiera credibilidad y seguridad? Franco no conquistó el poder
dirigiendo un partido de masas, ni nunca tuvo que convencer a los
votantes. Llegó al mando supremo a través de las armas y después ya se
encargó la Iglesia de moldear su imagen de “gran católico cruzado”. Era
el elegido por la divina providencia para guiar a los españoles por el
buen camino. Pese a su voz atiplada y poco enérgica.
Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza, es autor de República y Guerra Civil.
La sonrisa de Franco
Por ISMAEL SAZ
En 1937, Franco era casi todo. Pero le faltaba algo para ser como los
grandes caudillos fascistas Hitler y Mussolini, genuinos caudillos
populares, dotados de todos los elementos que, se supone, configuran el
carisma. Ni por sus orígenes sociales, ni por su trayectoria política,
ni por su capacidad de comunicación, ni por su figura corporal, ni por
su voz atiplada Franco parecía dar la talla del auténtico caudillo
fascista. Lo constató pronto el primer embajador de la Italia fascista
en España, Roberto Cantalupo. Ante unas masas entregadas al grito de
“¡Franco, Franco, Franco!”, el caudillo “fue incapaz de decir algo a la
gente que le aplaudía y esperaba una arenga… se había vuelto frío,
vidrioso y femenino”. Todo un problema en la Europa fascista y
carismática.
Muchos franquistas pusieron manos a la obra y encontraron la
solución, la sonrisa. Como dijo Giménez Caballero, Franco no tenía “la
mirada y la forma de emproar la mandíbula” de Mussolini, o el “aire
entre marcial y popular, entre doctoral y solemne” de Hitler, pero tenía
la sonrisa, y esta le confería una “ternura paternal y maternal a la
vez”. “Capitán de la sonrisa blanca”; de la sonrisa gentil y natural,
aroma de optimismo y rúbrica de victoria; sonrisa resplandeciente que
transmitía “fe y amor”, escribió Manuel Machado; sonrisa “como una rosa
en flor” ofrecida por un hada maravillosa a un recién nacido Franco,
compuso Pemán.
Convertido por mor de su sonrisa en pacificador y reconciliador de
los españoles, amado por ellos, de los que podía ser padre y madre a la
vez, la imagen del Franco sonriente parecía haber dado con la clave de
aquel quantum de carisma que le faltaba. La estrategia tuvo éxito. Sin
embargo, era una sonrisa extraña. Tras ella había un cerebro
“calculador, frío y metódico” que sabía esperar y decidir en el momento
oportuno, se dijo en la prensa de la época. Buena percepción sin duda,
como lo sería aquella otra de Samuel Ros cuando hablaba del “acento más
firme de la sonrisa que una veces dibujan sus labios y otras veces
ocultan sus labios”. Grandes virtudes para los franquistas que esto
escribían, pero fundados motivos de inquietud para los que no lo eran.
Ismael Saz es catedrático de Historia Contemporánea de la Universitat de València. Autor de Fascismo y franquismo.
El cuerpo de Franco
Por ENRIQUE MORADIELLOS
El cuerpo de Franco sufrió unos cambios considerables a lo largo de
su vida adulta. En el caso de Franco, esa transformación de su fisonomía
externa dejó patente tres grandes momentos: 1. El joven oficial de
pequeña estatura (1,64 metros), acusada delgadez, rostro aniñado y
barbilampiño y voz fina y atiplada. 2. El maduro general victorioso y
omnipotente de los años cuarenta, con porte más soberbio y altanero,
apreciable tendencia a la gordura y marcado sobrepeso. 3. El anciano
dictador de los primeros años setenta, enfermo y tembloroso, con notoria
rigidez corporal y facial y un hilo de voz apenas audible y
bisbiseante. La primera imagen corporal descrita corresponde a su etapa
de joven oficial “africanista” de Infantería de ligeros aires románticos
que se curte con valor en las artes marciales en una cruenta guerra
colonial en el Protectorado de Marruecos. La segunda imagen, antológica
del primer franquismo, es la propia de un temible “Caudillo de la
Victoria” que ha vencido en una guerra civil fratricida y levanta sobre
su triunfo un régimen de dictadura caudillista con plenos poderes y sin
fecha de caducidad. La tercera imagen evidencia la decrepitud física de
un anciano débil y vulnerable que oficiaba como severo y anacrónico
patriarca de una España irreconocible para su generación y cada vez más
compleja y conflictiva.
Enrique Moradiellos, historiador, es autor de La España de Franco. Política y sociedad.
La niña de sus ojos
Por VICENTE SÁNCHEZ-BIOSCA
La mirada de Franco carecía de la electricidad de Hitler, del exceso
de Mussolini, de la opacidad de Stalin. Su adustez quizá encarnara la
severidad castrense, su desprecio por la seducción. Cuentan que los
soldados a los que mandaba la temían por implacable, pero esta no quedó,
que yo sepa, impresa jamás. La que circuló se fue haciendo más y más
impenetrable. Hay una foto de Franco que perfora mis noches. Un grupo de
jerarcas del régimen sale de una gala: los ministros Iturmendi y
Barroso flanquean al matrimonio. La esposa luce su collar de perlas y
recoge púdicamente su vestido largo. El Caudillo, ya orondo, luce sus
laureles en su traje de gala. Carmen Polo sonríe con compostura; el
resto vacila entre una alegría moderada y la tediosa etiqueta. En
cambio, los ojos de Franco se tuercen respeto al eje de la fotografía y
su mirada de reojo taladra a alguien situado apenas un paso fuera del
encuadre. El gesto no estaba previsto y escapó probablemente a quien la
difundió. Pero creo percibir en ella, agazapada, la mirada fulminante
evocada por aquellos legionarios de antaño y presiento que si fuera
capaz de entender esta mirada, habría penetrado el sentido de toda una
época.
Vicente Sánchez-Biosca es catedrático de Comunicación Audiovisual de
la Universidad de Valencia. Autor de Imágenes en migración: iconos de la
Guerra Civil.
La representación
Por ZIRA BOX
El dictador emergió simbólicamente de la guerra alzado a la tribuna
de los vencedores. Franco presidía triunfal el desfile de la Victoria.
Era el 19 de mayo de 1939 y la imagen, aquella que le mostraba como el
invicto Caudillo ganador de la guerra, se iba a convertir en una
omnipresente reproducción a lo largo de los años posteriores. Casi nada
fue dejado a la improvisación. En el caso de los cuadros, el cuerpo de
Franco se idealizó y adelgazó, y en el de las fotografías, se iluminó y
retocó. Su rostro casi siempre lució serio y severo, sereno y grave, a
tono con los tiempos que acontecían. Se le esculpió a caballo, emulando a
los guerreros clásicos; se le mostró de pie, con pose aristocrática. Y
se le sentó, como si de un monarca se tratara. Su represtación fue
cambiando al ritmo de la propia dictadura. Así, su exhibición comenzó
con el Caudillo militar para que después, y de forma progresiva, fuera
apareciendo el hombre político, el estadista que también reconstruía la
paz. El paso de los años hizo que primase su parte humana: el gobernante
aficionado al campo, la caza o la pesca, junto al hombre familiar, el
padre que se convertiría en un abuelo gustoso de rodearse de sus nietos.
Al final, el otrora triunfal Caudillo y general se trocó en anciano:
una descontextualizada reproducción de un hombrecillo delgado y
avejentado dentro de un país que, por aquel entonces, ansiaba ya por
abrir las ventanas a la libertad y la modernidad.
Zira Box es profesora de Historia del Pensamiento Político de la UNED, autora de España, año cero.
Bajo palio
Por GIULIANA DI FEBO
Durante su dictadura Franco fue el centro de ceremonias y ritos
destinados a subrayar su condición de enviado de la Providencia. El
modelo ritual fue inaugurado en diciembre de 1937 con motivo de la jura
en Burgos del I Consejo Nacional de Falange. La ceremonia se desarrolló
en el monasterio de Santa María de las Huelgas. Fue un rito de fundación
del Nuevo Estado nacionalcatólico y de celebración de Franco como
“Caudillo supremo”. Las fuerzas del Ejército desplegadas en vistosa
parada, la Falange llegada de los frentes de combate, el paso de las
tropas marroquíes y la escolta mora. Franco entraba en la iglesia para
oír misa mientras el órgano tocaba el Te Deum laudamus. Ya en la sala
Capitular, sentado en un trono con dosel de damasco rojo, después de
haber jurado sobre los Evangelios ante el cardenal Gomá su fidelidad a
España y a Falange, asistió al desfile y a la jura de los consejeros. La
ceremonia ilustraba la sacralidad del pacto entre Franco y una
jerarquía eclesiástica garante de la reciprocidad del vínculo entre las
instituciones del régimen. Era la primera etapa de un proceso que
culminó en la ceremonia de la ofrenda de la espada de la Victoria en la
iglesia de Santa Bárbara de Madrid en 1939. El “generalísimo” se dirigía
hacia la iglesia saludado por blancas palmas que añadían a la escena un
toque bíblico. Se acercaba al altar caminando bajo palio, una modalidad
litúrgica reservada a los reyes, a los obispos y al Santísimo
Sacramento. Después de una solemne ceremonia evocadora de ritos
medievales, depositaba su espada gloriosa. La Ofrenda concluyó con la
bendición de Gomá y un abrazo entre los dos. Salvas de artillería y
repiques de campana festejaron la aparición en la plaza de un
“generalísimo” que “no pudo contener el llanto”, pero ya consagrado
“Caudillo por la gracia de Dios”.
Giuliana Di Febo, catedrática de Historia Contemporánea de la
Universidad de Roma. Autora de Ritos de guerra y de victoria en la
España franquista.
Atado y bien atado
Por SANTOS JULIÁ
Fue en el cerro de Garabitas en mayo de 1962. Para responder a las
embestidas contra la patria la Hermandad de Alféreces Provisionales
convocó una gran concentración en este sagrado lugar de su memoria
histórica. La guerra no terminó en la victoria, dijo Franco, y quienes
torpemente especulaban con sus años debían saber que se sentía joven y
que detrás de él “todo quedará bien atado y garantizado por la voluntad
de los españoles y por la guardia fiel e insuperable de nuestros
ejércitos”. Nuestra obra, terminó diciendo, es el mandato de nuestros
muertos.
Pero no sería hasta el 22 de julio de 1969, ante las Cortes,
convocadas para aprobar la ley que declaraba al príncipe Juan Carlos de
Borbón heredero a título de rey, cuando encontró la fórmula definitiva.
De nuevo, la memoria de la guerra y el recuerdo de los muertos. Lo que
hacemos hoy, añadió, no es una restauración, es una instauración. Y
cuando “mi Capitanía llegue a faltaros la decisión que hoy vamos a tomar
contribuirá a que todo quede atado y bien atado para el futuro”. Habían
pasado 30 años del fin de la guerra y así quedaba instaurada la
Monarquía del Movimiento Nacional. Dueño del tiempo y de la memoria,
Franco se sintió aquel día como Dios, alfa y omega de la historia.
Santos Juliá, catedrático de Historia Social y del Pensamiento
Político de la UNED, es autor de La violencia política en la España del
siglo XX.
Franco como obsesión
Por JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO
Vivimos, en los últimos lustros de la dictadura, cosas
extraordinarias, nunca vistas. Carreteras atascadas (término nuevo),
hasta donde alcanzaba la vista. Un atardecer, en una de aquellas
situaciones inéditas, me asaltó la sospecha de que Franco se hubiera
muerto. Podía ser un síntoma de que el edificio se colapsaba. Y el
colapso tenía que comenzar por la desaparición de la piedra angular, que
era él, el padre incoloro y silencioso, pequeñito, de voz atiplada,
casi inaudible, pero a la vez omnipresente, conocedor de todo y causa de
todo. Cuando muera, repetíamos, porque algún día tendrá que morir. Pero
era hablar por hablar porque, en el fondo, nadie se lo creía. Nuestras
vidas eran inimaginables sin aquella referencia a la que odiar y temer, a
la que culpar de todo. En nuestras primeras discusiones políticas, le
habíamos disculpado: había enchufes y chabolas, sí, pero solo porque él
no se enteraba, porque estaba rodeado de gentes que le ocultaban la
realidad para aprovecharse. Pasamos más tarde a maldecirle, a culparle
de todo. De lo que no podíamos hacernos a la idea es de que un día, de
verdad, viviríamos sin aquella losa encima.
José Álvarez Junco, catedrático de Historia de la Universidad Complutense, es autor de Mater dolorosa.
http://politica.elpais.com/politica/2012/07/27/actualidad/1343404265_327255.html