viernes, 3 de febrero de 2012

Jesús no quería llorar ante los jueces

 JESÚS PUEYO (FALLECIÓ A LOS 90 AÑOS)
Estaba citado hoy en el Supremo para relatar el fusilamiento de su padre y otros cinco parientes
Ensayó mucho para no emocionarse, pero murió hace unos días

Jesús Pueyo señala los nombres de sus familiares en el monolito a los fusilados en Uncastillo.
 

Jesús Pueyo estaba muy nervioso por su citación para declarar hoy en el juicio contra Baltasar Garzón por la investigación de los crímenes del franquismo. Con su mujer, Ana, había ensayado hasta la saciedad la escena, porque le preocupaba mucho emocionarse. No quería llorar delante de los magistrados. Necesitaba toda la entereza del mundo para relatar entre togas que los falangistas mataron a su padre, a tres tíos y a dos primas en un pueblo, Uncastillo (Zaragoza), donde no hubo frente de guerra. Y que si había acudido a la Audiencia Nacional era sencillamente porque no era capaz de encontrarles solo. Pueyo murió el 5 de enero, a menos de un mes de contar su historia, como quería, a un tribunal.
Su esposa, Ana, promete ahora “continuar su lucha”, que comenzó hace mucho, cuando nadie se atrevía todavía a hablar de sus muertos. Jesús se había dado prisa. En 1977, dos años después de la muerte de Franco, ya le estaba escribiendo al Rey pidiéndole ayuda para encontrar las fosas donde estaban sus familiares. No contestó. Después le escribió a Aznar, a Naciones Unidas, al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, a la Conferencia Episcopal… Nada. “Bueno, sí —recuerda su mujer—, Rouco Varela nos envió un librito que hablaba sobre la necesidad de perdonar al enemigo”. Nadie lo entendía. Pensaban que quería venganza o dinero. “Y no era eso”.
“Lo que quería Jesús era que la justicia le reconociera que a su padre, a sus tíos, a sus primas… se los habían llevado sin que hubieran hecho nada malo. Que los mataron. Y que le ayudaran a buscarlos. Quería decirle al tribunal que tomara cartas en el asunto de una vez por todas. Que los familiares solos no pueden averiguar dónde están los desaparecidos. Que una democracia que tiene a miles de españoles todavía en fosas y cunetas, tiene los pies de barro”. Nadie pareció entenderlo, hasta que, tras recibir varias denuncias como la de Jesús en la Audiencia Nacional, el juez Garzón interpretó que podía tratarse de crímenes de lesa humanidad y abrió una causa contra el franquismo.
Para Jesús, la Guerra Civil empezó el 21 de julio de 1936, tres días después del golpe. Volvía de recoger leña en el campo, cuando le pararon dos camiones y un coche de los que se bajó un grupo de jóvenes. Que saludes, le dijeron. “Di Arriba España”. Pueyo levantó el puño. “Les enfadó muchísimo y se liaron a darme golpes con las culatas de los mosquetones”, dejó escrito en sus memorias, Del infierno al paraíso. Mientras le pegaban, discutían si matarle o no. Finalmente, decidieron que sí. Hasta que uno le preguntó qué años tenía: “El mes siguiente hago 15 años”, respondió. El que había preguntado, paró la ejecución: “Qué sabrá este chaval de estas cosas”, dijo, antes de dejarle ir, molido a golpes.
El 30 de julio de 1936, los falangistas mataron a su tía Francisca. “Solo por ser de izquierdas”, cuenta Ana. Después, mataron a sus dos hijas, Lourdes y Rosario, de 20 y 24 años, “por haber cosido una bandera republicana que les había encargado el PSOE”. A ellas dos no solo las mataron, según denunció Pueyo en sus memorias: “Las violaron y las quemaron”. “Lo sabemos porque los asesinos presumían y la gente les oyó”, relata Ana. “El suceso conmocionó el pueblo porque todo el mundo las conocía, eran muy buenas costureras, y muy guapas”. El padre de las dos chicas y marido de Francisca murió poco después. “De dolor y de pena”, decía Jesús.
Fueron las cuatro primeras víctimas. Los falangistas no tardaron en ir a buscar al padre de Jesús. “Mi madre y mis hermanos nos quedamos mudos, no pudimos hacer nada”, escribió en sus memorias. A la mañana siguiente, Jesús vio el camión en que se lo llevaban con un grupo de hombres. “Mi padre se tapó la cara porque no quería que le viera en ese estado. Estaban todos ensangrentados, habían sido golpeados con saña. Uno de ellos, el carpintero, amigo de mi padre, tenía un ojo salido. Fue horroroso verlos así”, escribió Jesús. Ya no volvieron a verle. Era 2 de agosto de 1936. Jesús Pueyo Prat tenía 44 años y cinco hijos, que durante los siguientes años oirían muchas veces: “Ahí van esos rojillos”.
Los falangistas mataron a otros dos tíos suyos. De modo que la abuela de Jesús, Magdalena Prat, viuda —su primer marido había muerto en la guerra de Cuba y al segundo, en la de África—, perdió a manos del franquismo a sus cuatro hijos, y a dos nietas. No pudo enterrar a ninguno.
Jesús no quería hablar solo de su familia hoy en el Supremo. Había documentado hasta 138 asesinatos de vecinos de Uncastillo, entre ellos el del alcalde, Antonio Plano, que los falangistas anunciaron para que sus paisanos vieran cómo le mataban en la plaza del pueblo. “Una vez abatido, le siguieron toda clase de burdos gestos ante su cadáver, patadas, tiros. Uno de sus verdugos, Juanillo, el hojalatero, frenético con la algarabía formada ante el cadáver, le cortó las dos piernas con una azada”, escribió en sus memorias. “Después, se lo llevaron y nunca se supo dónde lo dejaron”.

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