lunes, 9 de julio de 2012

Torcidos e inhumanos

Madres de la Plaza de Mayo
| 07 Julio 2012 - 
 
Aún recuerdo aquella calcomanía adherida al parabrisas del Ford Taunus de mi vecino, y al de otros tantos automóviles que circulaban por la ciudad llevando consigo el mismo mensaje: “Los argentinos somos derechos y humanos”. Sobre un fondo celeste y blanco (patrio, pero de esa patria podrida que hedía a muerte desde todos sus rincones) se alzaban en negro las palabras que conformaban esa suerte de macabra broma, de chanza perversa que sin embargo muchos supieron esgrimir con una dudosa mezcla de orgullo e ignorancia.
Por esos días, cuando el horror de la desaparición parió el coraje de un puñado de Madres desesperadas, la televisión del régimen militar daba a conocer la opinión de Videla sobre este asunto: “Los desaparecidos no están, no existen, no son. Son una entelequia. No están vivos ni muertos, están desaparecidos”. Y mientras unos pocos comenzaban a sospechar de aquella aseveracón de pegatina, los menos despistados comprendían -mediante de las palabras del criminal- que una fuerza brutal, descomunal, había iniciado un proceso de consecuencias inimaginables.
El dictador Videla

En 1979 el genocida dijo que no daría más explicaciones sobre el tema “desapariciones” porque él sólo se confesaba ante Dios. Pero a fuerza de insistencia, de mucha y cruel lucha, Las Madres fueron abrazándose al horror en pos de una verdad que se desdibujaba ante la farsa canalla del criminal y sus secuaces. “Las causas de la desaparición pueden ser muchas, entre ellas el suicidio o el pase a la clandestinidad”, decía Videla moviendo el bigote mientras comulgaba en la Iglesia del Cardenal Primatesta que se enorgullecía en asegurar que Videla era “un hombre recto y tiene la firmeza y la valentía cristiana para su abnegada lucha contra los enemigos de la patria”.
Además de la pegatina del Taunus recuerdo esos argumentos que en mi escuela eran frecuentes. Parábolas bíblicas con las que se pretendía que creyéramos en la buena acción que realizaba la Junta Militar. “Es preciso separar la paja del trigo”, decían las maestras cuando por alguna razón algún alumno comentaba que había oído decir a un tío o a un primo que el gobierno estaba matando gente. La misma e infame parábola con la que los sacerdotes del Proceso Mitilar animaban a los oficiales encargados de arrojar seres humanos al Río de la Plata. “Es preciso separar la paja del trigo. En la guerra hay que matar, pero el vuelo es una forma cristiana de muerte, porque las víctimas no sufren”, le decían los curas a algún piloto que pudiera sentirse afectado por la barbarie.
Estos y otros muchos recuerdos vivieron a mi mente el pasado jueves cuando tuve noticias de la condena que reafirma la anterior. Una condena que se hizo esperar pero que finalmente llegó gracias al empeño de las Madres, de su lucha por la recuperación de los hijos de desaparecidos, expropiados por los despreciables seres que ocuparon el sillón de Rivadavia desde 1976 a 1983. Una condena que no repara el dolor, pero que al menos brinda la grata satisfacción de ver a los responsables en el único sitio que les corresponde. Porque aunque la humanidad dure mil años más, no habrá manera de olvidar tamaña brutalidad; ni mucho menos de saldar esta gigantesca deuda con la vida.
Madres de la plaza de Mayo

Descreo de la justicia; no me fío, me la figuro como a una prostituta que se acuesta con quienes pagan por adelantado. Sin embargo esta vez ha hecho honor a su nombre, se ha quitado las bragas por una causa noble que sobrepasa los intereses mezquinos, le ha escupido la cara a la impunidad, le ha dado un puñetazo a la prepotencia. Gracias al coraje de las Madres el verdadero peso de la justicia ha caído sobre los torcidos e inhumanos seres que en Argentina Nunca Más ocuparán el poder.

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