Josefa Monasterio Mendoza |
Maximiliano Paiser, - 24 septiembre 2012
El 19 de julio de 1936, cuando el joven médico Manuel Monasterio Mendoza fue detenido en el Gobierno Militar de Las Palmas, nunca pudo imaginar que dejaría tras de sí una familia sumida en un dolor terrible e inconsolable. Casi no le dieron ocasión a pensar en ello, al haber sido asesinado pocas semanas más tarde en Talavera de la Reina. Su padre, Ramón Monasterio Pedride, un buen hombre completamente impotente ante las atrocidades de aquellas hienas que habían tomado el poder, quedó obligado, ante las amenazas que recibía diariamente, al cierre de su negocio de ultramarinos en la calle Reloj de Vegueta. La madre, Josefa Mendoza Benítez, cayó en el abismo de una demencia que la condujo a la muerte algunos años después. La mayor de las hermanas, Luisa Monasterio Mendoza, tuvo que asumir en la práctica el papel de sostener síquicamente a todos los suyos. Generosa (Tota), fallecida muy joven a los 26 años, y Josefa, eran muy chiquitas aún para captar la magnitud de la tragedia.
Aunque tuve una relación de vecindad de pequeño con esta familia, no fue hasta hace unos pocos años que conocí, por testimonio directo de Josefa Monasterio, la suerte que le deparó el golpe de estado fascista del general traidor Francisco Franco. El mismo día 18 de julio, como dio a conocer ella misma al entrevistarla en la revista Canarii, los falangistas acudieron a su casa en la calle de los Reyes para detener a su hermano Manolo. Josefa Monasterio Mendoza tenia entonces 13 años, mas observó con espanto todo lo que en aquellos días le sucedió a Manolo, al que hasta entonces había tenido por un buen médico y un hermano muy cariñoso y servicial. Pudo registrar en su memoria lo que, con sus ojos de niña, vivió durante aquellos instantes y en las semanas posteriores.
Nos describió, en su desgarrador relato, las visitas que le hizo en el campo de concentración de La Isleta y en la cárcel de Barranco Seco. La primera vez que fue a verlo a la cárcel, le comentaron previamente que a Manolo le habían arrancado las uñas por negarse a dar vivas a Franco. Cuando entró pudo ver cómo escondía sus manos para evitar que la tía Rita y ella se alarmaran con la brutalidad de la tortura. Ella rompió a llorar, teniendo el propio Manolo que esforzarse por calmarla desde el otro lado de las rejas.
También dejaron honda impresión en Josefa las amenazas y los insultos que les proferían por las calles los adeptos al golpe, acosando a los miembros de su familia y llamándoles “comunistas”. Me contó una anécdota de aquellos duros momentos. En una casa de la calle López Botas trabajaban dos señoras remendando las medias de las mujeres. Cuando en una oportunidad llevó a arreglar las de su madre, en son de burla le dijeron las susodichas: “Qué, se llevaron a tu hermano, ¿no? Se lo llevaron por comunista, por comunista”.
No pudieron continuar las tres hermanas Monasterio Mendoza yendo al colegio por las intimidaciones que recibían, diciéndoles que iban a matar a todos los de su casa. Al padre no le quedó otro remedio que hablar con dos amigos de Manolo para que viniesen al domicilio a darles clases y evitar así el acoso de los fanáticos, pero Jacinto Alzola y Agustín Rivero, los profesores en cuestión, tuvieron que interrumpir las actividades enseguida al ser también amenazados y posteriormente detenidos.
Ante el profundo impacto que en la familia dejó la desaparición y el asesinato de Manolo, los días, los meses y los años posteriores dieron paso al impotente silencio, aunque no al olvido. En 1945 Josefa Monasterio dejo la isla para instalarse en Caracas con su esposo, Ricardo Torrijos Carmona, quien pudo salir de ella con anterioridad. No fue hasta 2007 cuando decidió narrar todo lo que sabía de lo ocurrido con Manolo, vilmente asesinado por un contingente de falangistas isleños junto a otras diez personalidades de la izquierda política y sindical. Sus cadáveres serían arrojados al Tajo.
El hijo del matrimonio, Ricardo Torrijos Monasterio, médico igual que su tío, expresaba desde Venezuela el asombro al desconocer, hasta ese momento, la mayor parte de las incidencias terribles que su madre relató. Como tantos españoles que abandonaron el país tras implantarse la dictadura franquista, y trasladaron su residencia al otro lado del Atlántico, prefirió mantener congelados los malos recuerdos para que no sufrieran más los seres queridos.
Josefa Monasterio, la última hermana con vida de Manolo, falleció hace muy poco en Caracas. Con estas líneas quiero agradecer el valor que tuvo, a tan avanzada edad, para recomponer una parte tan dolorosa de su vida, revelándonos detalles muy valiosos sobre su hermano, parcelas desgarradoras a punto de perderse de forma terminante. Es una porción de la Historia incompleta y muchas veces oculta. No fue fácil para ella volver a evocar aquellos días que entrañaron un suplicio familiar. En alguna de nuestras charlas, reveló que aún no podía conciliar el sueño algunas noches al ser asaltada por los fantasmas del pasado, al revivir aquellos momentos atroces en que fueron victimas del terrorismo fascista.
Nunca tuvo reconocimiento oficial por parte de autoridad española alguna en relación con el asesinato de su hermano, ni percibió, a pesar de las gestiones emprendidas, indemnización de ningún género. Lamentablemente, su deceso se produce mientras aún esperamos que el consistorio de Las Palmas de Gran Canaria se decida a rotular con el nombre de su hermano una calle del Puerto de La Luz, la zona de la ciudad donde desplegó sus mayores quehaceres en servicio de los trabajadores. Cofundador y director técnico de la Mutualidad Obrera Médico-Farmacéutica durante la Segunda República, entre septiembre de 1933 y julio de 1936, Manuel Monasterio Mendoza, llamado el “medico de los pobres”, es una de esas figuras nuestras que demanda verdad, justicia y reparación. El acuerdo corporativo de fecha 15 de septiembre de 2009 debe llevarse a la práctica de inmediato.
Aunque sea póstumamente, a la señora Josefa Monasterio Mendoza y a su familia le debe esta ciudad el tributo de homenaje público que exige la más elemental de las conductas democráticas.
Maximiliano Paiser
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