Los
tribunales continúan cerrados para los familiares de los desaparecidos
durante el franquismo. La impunidad de los crímenes sigue pendiente
desde la Transición
ELENA HERRERA MADRID 22/01/2012
Insisten en que no les mueve la
venganza, tampoco el rencor. Lo que pretenden es limpiar el nombre de
sus padres o abuelos, darles un enterramiento digno para tener un lugar
en el que poder llorarles. E invertir los papeles: que los suyos dejen
de ser los miserables y sus asesinos los héroes a los ojos de la
Justicia y de la historia.
Aseguran no estar cansados, a pesar de
que todos llevan años luchando contra el olvido y buscando la
dignificación pública de sus familiares, represaliados por Franco. Son
los hijos y los nietos de los que perdieron la Guerra Civil y el próximo
mes de febrero declararán como testigos en la causa abierta contra el
juez Baltasar Garzón por declararse competente para investigar los
crímenes del franquismo.
Manuel Muñoz Frías
Hijo y hermano de represaliados
Al padre de Manuel Muñoz Frías, Miguel
Muñoz Aguilar, no le sirvió de mucho, al poco de estallar la guerra,
acudir a la plaza de su pueblo, Comares (Málaga), a auxiliar a una
vecina que le había dicho que “unos republicanos habían apresado a los
señoritos del pueblo”. Se plantó allí y dijo que mientras él fuera
responsable político (era secretario local del PSOE y de la UGT) “en
Comares no se mataba a nadie”. Miguel, campesino de profesión, fue
fusilado meses después, el ocho de marzo de 1937 y enterrado en una fosa
común de la que todavía no ha podido ser rescatado. Este pasaje es el
primero que cuenta Manuel, de 80 años, cuando se le pregunta por la
historia de su vida.
“El franquismo destrozó a mi familia. A
mi padre le habían recomendado que se fuera del pueblo, pero no quiso.
Una noche la Guardia Civil vino a buscarlo, lo sacaron de la cama, le
ataron las manos con un alambre y se lo llevaron. Un tribunal militar le
condenó a muerte dos días después… y lo fusilaron. Me quedé sin padre
con 6 años y éramos siete hermanos”, cuenta Manuel, que en febrero
declarará como testigo del juicio contra Garzón en el Supremo. “A los
pocos días los falangistas volvieron a casa y se llevaron a mi hermano
Miguel para que luchara en el bando de los asesinos de nuestro padre.
Desertó, pero le cazaron. Lo mandaron a campos de concentración de Ávila
y Sevilla, lo reventaron a palizas… Murió el 4 de julio de 1940. Nos
enteramos porque alguien nos hizo llegar una bolsita con sus enseres: un
peine, una pastilla de jabón, un bote de pasta de dientes”, recuerda.
Pero la desdicha de Manuel y su familia
no acabó ahí. “También vinieron a por mi madre. La Guardia Civil llegó
un día a una finca en la que vivíamos entonces y se la llevaron a
rastras, con las manos atadas. Estuvo en la cárcel dos o tres meses. No
le dieron ninguna explicación. Nosotros quedamos desamparados”.
Cuando salió de prisión, la familia
decidió emigrar a la capital, Málaga, para intentar deshacerse de un
estigma, el de ser una familia de izquierdas, con el que era difícil de
vivir en el pueblo. Pero en Málaga también llevaron “una vida terrible”,
cuenta Manuel. “Mis hermanos y yo comíamos las sobras de comida que mi
madre se echaba al bolsillo en un hotel en el que trabajaba limpiando:
un trozo de filete, un mendrugo de pan, una fruta… hasta que el jefe del
hotel se enteró y le empezó a regalar comida para que mi madre nos
alimentara . Eso lo cuento para se sepa que también había gente buena”,
relata Manuel con la voz entrecortada.
Otro de sus hermanos, Juan, decidió
cuando tenía 16 años ir a luchar en el bando republicano. “Lo dimos por
muerto y, 20 años después, ya en los cincuenta, llegó una carta diciendo
que estaba vivo. Mi madre se desvaneció”, recuerda Manuel. Juan se
había ido de España en 1939, estuvo en el maquis francés y luchó contra
el nazismo en la resistencia. No pudo regresar a España hasta que llegó
la democracia.
“Cuando empezamos a crecer nos dimos
cuenta de por qué éramos unos desgraciados. Tardé años en darme cuenta
de que un canalla, un terrorista, había decidido que miles de niños se
quedaran huérfanos, como yo, y miles de mujeres viudas, como mi madre”,
relata.
Manuel, bregado durante su juventud y
madurez en las luchas vecinales y sindicales, ha dedicado los últimos de
su vida a la recuperación de la dignidad de su familia. Al juicio
acudirá con un maletín en el que guarda con mimo la documentación que
acredita “todo el sufrimiento” de su vida. “No nos anima el deseo de
venganza, pero llevamos 33 años esperando y ahora van a procesar al
único magistrado que se ha interesado en mi historia. No es justo”,
lamenta.
Mª antònia Oliver París
Nieta de fusilado
El abuelo de María Antònia Oliver París,
Andreu París, fue detenido en agosto de 1936. Meses antes, cuenta María
Antònia, había firmado la constitución de la agrupación socialista de
Inca (Mallorca). “Primero estuvo preso en su pueblo y después en
Mallorca. Mi madre, que se había traslado a vivir a la capital a casa de
unos familiares, era la encargada de llevarle la comida. Era un niña,
tenía 12 años, pero iba a la prisión un día sí y otro no. Al principio
de la primavera, en marzo de 1937, el centinela le dijo que no volviera,
que lo habían puesto en libertad”, relata María Antònia, que el próximo
dos de febrero también declarará como testigo en la causa abierta
contra Garzón.
En aquella época, cuenta la nieta de
Andreu, era habitual que dijeran a los familiares que habían soltado a
los suyos, pero no era verdad. Era lo que se conocía como las sacas.
“Por la noche llamaban a un grupo de presos, algunos falangistas los
recogían y se los llevaban para matarlos”, explica. María Antònia cree
que su abuelo fue asesinado en la tapia de la iglesia de Santa Creu, en
Porreres (Mallorca). No tiene ningún documento que lo acredite porque
eran muertes de las que no hay constatación oficial, pero lleva años
recabando testimonios de vecinos de Porreres que así lo atestiguan.
“Mi madre y mi abuela acudieron a
diversas administraciones para preguntar dónde estaba mi abuelo. Nunca
les dijeron nada. Al final, sólo pedía que le dieran su cuerpo”. Pero al
dolor de la muerte del padre, se unió el del estigma de ser una familia
de izquierdas. “Eran rojos y no tenían derecho a nada, ni lo tuvieron
nunca. Mi abuela nunca cobró una pensión de viudedad, era la marginación
total”, relata la nieta. En su casa, recuerda, siempre se habló de la
historia de su abuelo pero, conforme fue creciendo, se dio cuenta de que
tendría que ser ella la que se encargara de recuperar sus restos e
investigar lo sucedido. Por ello, decidió, primero, impulsar la
asociación Memòria de Mallorca y, después, acudir a la Audiencia
Nacional. “Cuando vimos que la Audiencia Nacional era capaz de
investigar los crímenes de la dictadura argentina nos llenamos de
esperanza. Pensamos que era imposible que nos amparara a nosotros, los
hijos y los nietos de los desaparecidos en la Guerra Civil”.
Ahora, con Garzón a punto de sentarse en
el banquillo por declararse competente para investigar crímenes como el
de su abuelo, María Antònia siente que, de nuevo, han perdido “los de
siempre”. “Este proceso abre nuevas heridas, porque el dolor es algo que
no prescribe, que pasa de generación en generación”, denuncia. Agotadas
ya todas las opciones en España, la nieta de Andreu París ha ido a
buscar justicia para su abuelo y para otros represaliados de Mallorca al
Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con sede en Estrasburgo. Porque,
si algo tiene claro, es que está dispuesta a luchar “hasta el final”.
Olga Alcega
Nieta de fusilado
Olga Alcega no llegó a conocer a su
abuelo Antonio Alcega Lázaro, fusilado el dos de septiembre de 1936 en
Magallón (Zaragoza) por un grupo de falangistas, pero ha dedicado gran
parte de su vida a recuperar su cuerpo y su memoria. Comenzó a buscar a
finales de los setenta, de la mano de su padre. Pero el intento de golpe
de Estado de Tejero, el 23 de febrero de 1981, volvió a meter el miedo
en el cuerpo de la gente. “Se dejó de buscar, volvió el silencio… ¡Han
sido siempre tantos los muros que nos han puesto!”, lamenta. A partir
del año 2000 fueron los nietos los que cogieron el testigo. Y comenzaron
a tirar con más fuerza.
El proceso desde entonces ha sido largo,
lleno de momentos “amargos”, también de otros “muy felices”, pero el 9
de abril de 2010 Olga logró completar el ciclo. Los restos de 81
personas fusiladas en Magallón, entre ellos su abuelo, fueron devueltos a
sus familias. En aquella ceremonia, Olga se refirió a los nietos de los
republicanos fusilados como “la primera generación sin miedo”.
Antonio Alcega Lázaro era cartero en
Bureta (Zaragoza), regentaba un café, tenía tierras, algunas vacas y
gestionaba también una fonda en Tudela (Navarra). “Siempre me han dicho
que era un hombre muy emprendedor y que tenía una cultura fuera de lo
común para la época y la zona rural en la que vivía”, recuerda Olga.
“Era una persona de izquierdas, pensamos que pudo militar en Izquierda
Republicana, pero no tenemos documentación que lo acredite”.
La Guardia Civil fue a buscar a Antonio
cuando este estaba ordeñando a las vacas en el abrevadero de detrás de
su casa. “No le dejaron entrar en casa. Le llevaron al Ayuntamiento y
parece que ya salió de allí muy malherido”, relata Olga. En el informe
forense que ha recuperado la familia se detalla la rotura de algunas
costillas y otros golpes. “Al día siguiente ya estaba muerto. Una vecina
vino a decírselo a casa a mi abuela. Mi padre acababa de cumplir 10
años”, amplía.
A partir de entonces, como ocurría en
casa de todos los fusilados, “comenzó un duelo durísimo”. “Les quitaron
todos sus bienes, las vacas, las tierras, las yeguas, la casa… Les
incautaron todo. Mi abuela nunca cobró una pensión, nunca fue viuda. De
vivir holgadamente mi padre tuvo que dejar de ir al colegio porque era
hijo de un rojo”, recuerda la nieta de Antonio. Su abuela tuvo que
aguantar los constantes robos y registros por parte de las autoridades
franquistas. Le abrieron dos expedientes, uno de incautaciones y otro de
responsabilidades políticas. A día de hoy, la Justicia nunca ha
investigado si esta familia merece una recompensa por el robo de sus
bienes.
Olga es otra de los testigos elegidos
por Garzón para declarar en la causa de los crímenes del franquismo.
Ante el Tribunal Supremo, asegura que volverá a dejar claro que fueron
ellos, las víctimas, los que acudieron al magistrado en busca de
justicia. “Quiero llegar hasta el final. Me gustaría saber quiénes y por
qué mataron a mi abuelo. Los nietos de los asesinos no tienen la culpa,
pero yo tengo derecho a saber”, afirma.
Esa necesidad de hacer justicia es
también un homenaje a todas las viudas que, para evitar venganzas, se
llevaron muchos secretos con ellas. “Mi abuela siempre me decía que los
que habían matado a su marido eran una asesinos y que sus hijos no lo
tenían que ser”, sentencia.
Pino Sosa
Hija de fusilado
Cuando la democracia todavía daba sus
primeros pasos en España, Pino Sosa se atrevió a pedir en el pleno del
Ayuntamiento de Arucas (Las Palmas), donde acababa de ser elegida
concejala por el PSOE, que quería abrir el pozo de Llano de las brujas.
¿Por qué ese empeño? Sospechaba que allí yacía el cuerpo de su padre,
José Sosa Déniz, también socialista, asesinado por las autoridades
franquistas en la primavera de 1937. El pozo se abrió muchos años
después, en 2008, y aparecieron los restos de diez personas. El padre de
Pino no estaba entre ellos.
José Sosa Déniz era latero de profesión,
estaba afiliado al PSOE y era el tesorero de esa formación en Arucas.
Su hija Pino cuenta que su madre estaba embarazada de ella cuando lo
detuvieron. Cuando nació fueron a verle a la cárcel hasta en tres
ocasiones, pero sólo les dejaron verlo dos veces. Tenían que caminar 40
kilómetros para llegar a la prisión.
“El 10 de marzo de 1937 lo soltaron, los
amigos le decían que se fuera, que en Arucas corría peligro. No quiso
marcharse y, nueve días después, volvieron a por él”, recuerda Pino. Y
esa vez sí fue la definitiva. La familia siempre sospechó que lo habían
fusilado y arrojado al pozo de Llano de las brujas, pero la última
exhumación demostró que no estaba allí. No obstante, Pino no pierde la
ilusión de recuperar el cuerpo de su padre y asegura que en Arucas
quedan otros tres “en los que se sabe que hay gente a la que fusilaron y
tiraron allí”.
“Desde pequeña he estado buscando,
queriendo saber más. Recuerdo que, cuando iba de paseo con mi madre,
ella cogía un ramito de flores silvestres y las iba tirando a los pozos.
Sabíamos y sabemos que a mi padre lo tiraron a alguno de ellos, pero
era algo de lo que no se podía hablar. Aquí no hubo guerra, sino un
represión tremenda. Todos tenían miedo de que se los llevaran…”, cuenta.
Pino también acudirá a declarar como
testigo en el juicio a Garzón. Asegura que en el trabajo del magistrado
tenía puesta la esperanza de encontrar a su padre para darle la
sepultura que se merece y cerrar un capítulo de su historia. “Él comenzó
a investigar porque nosotros se lo pedimos. Esto es importante”,
sentencia.
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