El Chipé, matón de profesión, que campaba a sus anchas por el Molinete (el denominado "barrio chino" de Cartagena), vinculado con el conservadurismo político cartagenero, formó parte del entramado terrorista de extrema derecha que se desarrolló tras las elecciones de febrero del 36 como táctica de "provocación permanente". El historiador e investigador, Pedro Mª Egea Bruno, lo analiza en su artículo "Violencia de clase y construcción simbólica (Cartagena, 19 de Julio de 1936)", publicado recientemente en la Revista de Humanidades de la Universidad de Zaragoza, STVDIVM, del que hemos eliminado las 131 notas que documentan su investigación, para que su lectura no resultara demasiado farragosa.
Violencia de clase y construcción simbólica
(Cartagena, 19 de Julio de 1936).
Planteamiento
El 19 de julio de 1936
Cartagena fue escenario de una riña sangrienta en la
que intervino un individuo a primera vista
irrelevante: Juan Vicente
Fernández, un matón del barrio chino
de la ciudad en posesión
de un largo historial delictivo. Más allá se descubre su relación con
los partidos de derechas, a los
que presta servicio en las campañas electorales. El incidente responde al último encargo
recibido, una provocación de intencionalidad
política que, de haber prosperado, hubiera allanado el camino a los golpistas y, posiblemente, cambiado
el curso de la guerra civil, dada la trascendencia de la base naval que toma asiento
en la localidad.
El conflicto suscitado, que origina una conmoción social —avivada por el momento en que se vive—, se mitiga con la muerte de aquel sujeto, cuyo
cadáver será profanado
por la multitud,
al ser asimilado
con los intereses
liberticidas. La coincidencia con
unas fechas dramáticas en un enclave
militar de primera magnitud y la participación de las clases populares otorgan al acontecimiento una dimensión inusitada, alentando las más diversas
interpretaciones, en las que salen
a relucir los usos de la violencia en clave social y
su teleología política. El proceso
culmina en la crónica de su muerte, de sus muertes.
El resultado es una construcción simbólica que forma parte del
imaginario colectivo
del lugar de referencia.
Entre las fuentes manejadas ocupa un lugar relevante la prensa,
que marca la pauta de los acontecimientos y es portadora de una importante
carga subliminal. Los
consejos de guerra
celebrados tras el triunfo
nacionalista son de
igual interés al tratar de encontrar
los nexos de unión entre la
barbarie
roja y los resortes del nuevo Estado. La propuesta
culmina en la Causa General que establece la versión oficial,
no siempre en sintonía con el carácter
explícito de los sumarios militares. Esa desviación aparece también en la bibliografía
suscrita por el bando vencedor.
1.
La dialéctica de la sangre
Los bajos fondos alumbraron en
Cartagena —como en otros puntos— a una serie de personajes. El de más triste recordación fue el gitano Juan Vicente Fernández, El Chipé, aunque realmente
debía ser Chipén, que es el sobrenombre que ostenta
su ascendencia y por el que será citado
en alguna ocasión. El término, de
origen caló, sirve como afirmación —‘de verdad’, ‘así es’, ‘tan cierto como’— y tiene la sinonimia
de verdad, vida, realidad, existencia o animación. A veces,
en la primera acepción, como
lengua.
Nacido en 1901, en Alhama de Murcia, es hijo de José Vicente Vargas,
esquilador de oficio.
Ocupa el cuarto lugar de una progenie numerosa: Dolores
(1888), Sebastián (1891),
Joaquina (1899), Juan (1901) y Asunción (1903).
Sus primeras hazañas se remontan a 1918 cuando contaba con
17 años y su gente se enfrenta
a los Lilí, también esquiladores y de la misma etnia,
con los que mantienen
una tortuosa relación terciada por la violencia
de género: «… que dicho cuñado
había dicho que iba a sacar los ojos a su mujer». Aunque hubo un intento
de arreglo amistoso,
el encuentro no pudo
terminar peor.
Dos muertos, uno de ellos atribuido a Juan Vicente.
El acusado estuvo en la cárcel hasta la celebración del juicio en septiembre de 1920. Fue procesado por doble homicidio, aunque salió absuelto y quedó en libertad. Tuvo de abogado defensor a Juan Antonio López Sánchez-Solís, con
despacho en Murcia,
lletrado de prestigio y asesor
jurídico de la Casa del Pueblo Radical
que gozaba de una enorme influencia sobre la clase obrera. Desconcierta que una familia de nivel socioeconómico bajo pudiese contratarlo.
A partir de entonces
la ejecutoria de Juan Vicente
está marcada por la
reincidencia delictual, que se incrementa
durante la dictadura de Primo de
Rivera, a pesar del discurso
moralizante de aquel
régimen. A las alturas de 1927 es dueño de una acreditada fama: «… un cañí conocido
de todos y de
la policía por el sobrenombre del Chipén». Su notoriedad ha saltado al
principal diario de la capital: «El Chipén es de los
cañí de pura
cepa, de los que
no aguantan ni lo más insignificante y su historial
es poco favorable. Es licenciado de presidio».
La semblanza del malhechor redunda en su vehemencia innata: «…había nacido para matar; instintos perversos, del perfecto criminal. Era de una estatura pequeñísima, delgado, insignificante, pero peligrosísimo en grado sumo». Un matón de nota: «… tenía atemorizado a un buen número de familias. Su nombre era pronunciado siempre con temor, como si se tratase de lo más peligroso y es que en realidad así lo era, por su condición de pendenciero e instintos criminales». Un «profesional del crimen», apenas se altera tras sus desmanes: «…dando muestras de un cinismo y de una tranquilidad verdaderamente inconcebibles…» Para sus parientes todo queda relativizado: «…Que su hermano no tenía más defecto que no se dejaba pegar por nadie…».
De una simplicidad rayana
en la estulticia. Un auténtico especialista en el manejo
de la navaja —la herramienta—, como revelan los partes médicos
de sus víctimas: «Sufre herida
por arma blanca
en el hipocondrio izquierdo, penetrante de abdomen con hernia de epiplón; otra herida en la
región precordial y otra en la región
lateral izquierda del
tórax que interesa la piel, aponeurosis y músculos, dejando
al descubierto la pleura». El agredido fue dado de alta después
de permanecer 42 días en el Hospital
de Caridad.
Su mundo es el barrio del
Molinete, donde se concentra la mala vida
de Cartagena: burdeles y tascas de ínfima categoría: «…lugar
inmundo donde se alberga
toda el hampa
cartagenera». La cara
sucia de la ciudad, sustentada en la necesidad implícita de la doble moral
imperante, el argumento del mal menor. Las campañas emprendidas por las
buenas conciencias atienden a la contención de sus aspectos
más escandalosos o a la punición
de sus satélites: «…exhortamos el celo de las autoridades para que hagan desaparecer por completo ese foco infeccioso de las calles de la Aurora y adyacentes, donde nos aseguran que todavía existen
algunos guapos y bravos
que, cobijados al amparo de las infelices mujeres desgraciadas que allí
residen, campan por sus anchuras con su matonería». Allí está nuestro
protagonista: «Hombre peligroso y asiduo concurrente al foco del hampa
en el Molinete y sus estribaciones». Se ha dado de alta en la nómina de
rufianes, de ahí que se le califique
sin ambages de «…chulo de profesión,
que pasa sus horas viviendo
de bravatas y flamenquerías y perdonando
vidas…».
Aquel comportamiento será difundido por los medios de comunicación en las crónicas de sucesos. Sus fechorías valen a los intereses normativos
para deslindar la frontera entre la ley y la anomalía social, con la consiguiente enseñanza moral. Aquel modo de vida constituye
el reverso de la sociedad, el desvío de la norma, la coartada de la ley, de la justicia, de la represión institucional, defendida por las clases rectoras. Lo revelador
es que sendos mundos acabasen
dándose la mano para enfrentarse a una amenaza sentida como más real cual era la subversión social.
Barrio del Molinete. |
Los medios escritos procuran difuminar su impunidad, evitando la lectura de una justicia
poco eficaz o adulterada por intereses no confesables. Cuenta con el respaldo
de sectores influyentes de la derecha,
el ingrediente necesario para entender la protección nunca
declarada. Está al servicio
como cochero de Ramón Mercader
Zaplana, veterinario e inspector municipal de subsistencias, con
consulta abierta en la Plaza
de Alcolea —popularmente de los Carros—, donde ejerce como
esquilador el padre
del taita. Debieron impresionarle las habilidades de aquel vástago,
que consideró necesarias en sus desplazamientos por el campo,
donde se repetían
situaciones comprometidas al tener que decomisar
animales y productos
en mal estado.
Esa relación lo vincula con Alfonso Torres
y Ponciano Maestre,
dos destacados dirigentes
del conservadurismo político,
futuros conspiradores contra la
República. El primero ocupa la alcaldía de
Cartagena durante la dictadura de Primo de Rivera —cuando el macareno comete sus
mayores tropelías— y en la etapa republicana
es la cabeza visible de Renovación
Española, la alineación
monárquica de Calvo Sotelo. El segundo pertenece a una conocida dinastía que articula con la de los Cierva
la red caciquil de la provincia durante el reinado de Alfonso XIII, entre cuyas prácticas figura la contratación de matones a sueldo para imponer
designios electorales. Con la República, uno de sus miembros —Tomás Maestre Zapata— será diputado agrario en la legislatura
de 1933-1935 y candidato de la
CEDA en las elecciones de febrero de
1936.
La vida de Juan Vicente se complicó con
la llegada de la Segunda
República. Sus señoritos ya no tenían
el control de la situación, aunque seguían
gozando de fidelidades indudables. Para colmo de males lo metieron en política. Su historial debió
influir para que lo considerasen elemento disuasorio en las campañas electorales, especialmente en la de febrero de 1936,
donde les dio cobertura en los actos de propaganda. La libertad inaugurada con el cambio político abrió las esclusas a una ira
popular alimentada por sus
acciones criminales. Se explica así un primer
conato de agresión
tumultuaria tras su última fechoría
en noviembre de 1932: «El numeroso público,
que se había aglomerado frente
al hospital, se mostraba indignado por el sangriento suceso
intentando linchar al autor del doble crimen,
lo que impidió la autoridad,
sacando al gitano por una puerta trasera del hospital». El respaldo de que viene gozando ya no le garantiza la total
impunidad. El 5 de julio
de 1935 fue
arrestado «por atentar
contra la tranquilidad de los ciudadanos». Quedó incurso en la Ley de Vagos
y Maleantes de 5 de agosto de 1933. Se le aplicó el apartado
10 del artículo segundo, referido
a «los que observen conducta
reveladora de inclinación al delito, manifestada: por el trato asiduo con delincuentes y maleantes,
por la frecuentación de los lugares donde éstos se reúnen
habitualmente; por su concurrencia habitual a casas de juegos prohibidos, y por la comisión
reiterada y frecuente de contravenciones penales». Todavía alcanzó a librarlo Ponciano
Maestre, bien relacionado con el juez de instrucción, José María González.
2.
De la violencia común
a la violencia política
Las relaciones de clase siempre han estado marcadas por la coacción. Esa determinación queda reglada dentro de los aparatos
policiales y judiciales, pero no se descartan
recursos extralegales. Los
matones de oficio
cobran con frecuencia
de las arcas públicas.
El poder y sus sombras. También los grupos
políticos que integran
el sistema contemplan
el arbitrio. La vida airada deviene en cantera
habitual de tales servidores, unas veces con
uniforme otras sin él. Carlos Marx distinguía
a los componentes de aquel sector:
«… rateros y delincuentes de todas clases,
que viven de los despojos de la sociedad, gentes sin profesión fija, vagabundos, gens sans feu et sans aveu».
La lucha política de los años republicanos propició la exteriorización de la violencia con toda su carga simbólica. Su punto de no retorno
se alcanzó en la campaña
electoral de febrero
de 1936, cuando la ruptura
social se hizo del
todo patente y la simple pegada de carteles
se convirtió en motivo de reyerta callejera. La Falange
fue protagonista destacada de aquellos
altercados, con repetidos casos en
la localidad. También la Juventud de Acción Popular,
la JAP, se mezcló en similares
querellas hasta el mismo día de las
elecciones: «Ligeros incidentes promovidos por los jóvenes arditti de
Ac- ción Popular, prestamente resueltos con la intervención de la autoridad, que se incautaba de la consabida porrita».
El lumpen se convirtió
en mercenario obligado
de aquella grey, trocándose en delincuente político. Lo ha subrayado González Calleja: «La crónica
escasez de activistas
decididos a realizar
misiones de ofensiva
o represalia provocó la necesidad de
recurrir eventualmente a pistoleros profesionales sin ideología o a cuadrillas de matones extraídas
de los grupos más marginales
de la sociedad». En Cartagena tenían donde elegir. A finales
de 1935 resultaba notorio su incremento, hasta el punto de solicitarse la mediación
del gobernador civil: «…otra de las medidas que debe tomar S.E. es expulsar
de esta población la nube tan enorme que ha descargado
de individuos de pésimos
antecedentes, conocidos vulgarmente por
el nombre de chulos, los cuales
hacen de la población
lo que les viene en gana, ya que éstos están amparados por las mismas autoridades y cuantos
actos de inmoralidad cometen, quedan
impunes». Si El Chipé
les resultó útil,
a las filas falangistas fueron
incorporados tipos versados en los menesteres
del duelo y la guapeza. Su financiación
corrió a cargo de Alfonso
Torres y la familia Maestre. Era una cuestión objetivable. El Liberal de Murcia publicó una viñeta de humor titulada el barrio chino de la política, donde aparecían individuos caracterizados
de aquel submundo
con insignias monárquicas y fascistas.
La asalarización de semejantes sujetos, extendida a toda la provincia,
salió a relucir en los juicios a que fueron sometidos una vez iniciada la
guerra civil: «…a sueldo y al servicio
de los partidos políticos reaccionarios, tales como Acción
Popular, Renovación Española
y tradicionalista […] pistoleros a sueldo de Falange Española
[…] pistolero al servicio del fascismo […] pistoleros a sueldo de los elementos
reaccionarios, los cuales
les subvencionaban para este menester, ya que no trabajaban, pagándoles los derechistas para que le
guardasen las espaldas […] teniendo pistoleros
armados a su servicio […] pistoleros a sueldo de los señoritos de Acción Popular que los empleaban
para perseguir a los elementos
de izquierdas contando con la protección de las autoridades
reaccionarias […] subvencionados por los fascistas […] chulo provocador y pistolero de los elementos de Falange Española, los que les
proporcionaban dinero a cambio de sus servicios de
protección, viviendo desahogadamente a pesar de no tener ingresos legítimos […]
pistolero a sueldo de Falange Española, viviendo sin trabajar […] pistolero fascista
de la localidad que estaba
al servicio de una peña de militares enemigos todos ellos
del Régimen, los cuales le daban dinero para sus trabajos fascistas
[…] pistoleros a sueldo de los
fascistas utilizándolos después de emborracharlos para provocar a los elementos de izquierdas […] matón y pistolero para amenazar a aquellos que querían emitir
su voto a favor de la candidatura del Frente Popular…».
La izquierda pudo contar
con algunos trabajadores de fácil estímulo, obreros portuarios casi todos. Es cierto que algunos poseen antecedentes por pendencias en el barrio del Molinete,
pero sus acciones
políticas responden en todo momento al compromiso militante. Son jóvenes afiliados a la UGT, la JSU y la CNT-FAI, que postulan la violencia desde la
conciencia de clase. Gentes habituadas a la refriega, con el arrojo
necesario para enfrentarse en la calle con El Chipé y con los
escuadristas de Falange. Su resolución antifascista se verá empañada por su pasado
asocial. Una vinculación arteramente utilizada por la literatura de posguerra, en contribución a la construcción simbólica de la chusma roja, avalada por el empleo de sus apodos,
tergiversados en tatuaje propio de las minorías
marginales. Serán los primeros en alistarse para sofocar el levantamiento militar
de julio de 1936, marchando a reforzar el aeródromo
militar próximo a Cartagena y poner fin a la inclinación nacionalista del de San Javier: «… subieron a los camiones
el Campillo, el Nino,
el Mahoma, Mayo, el Comas,
el Peluca y demás forajidos en su
mayoría trabajadores del muelle y se dirigieron a Los Alcázares…». Tal estereotipo se
verá realzado por
su participación en el incendio y saqueo de iglesias: «… denuncia al referido Saturnino
Salazar Calonge como uno de los principales profanadores de imágenes
habiendo llegado en su maldad
y barbarie a destruir personalmente una imagen de gran valor, un San Juan que se atribuía
a Salcillo, y a quien antes de romper en una taberna
a donde fue, le decía con una
copa de vino en la mano —anda bebe
maricón y le arrojaba a la cara el vino…».
El triunfo del Frente
Popular en las elecciones de febrero acentuó la oposición de la extrema
derecha y de ciertos sectores militares, que desde el primer momento quisieron
frustrar la toma del poder por parte de sus adversarios,
hasta plantearse la intervención del Ejército para anular el resultado de las urnas. Frustrada
aquella idea —y como mejor proyecto— desarrollaron todo un formulario de
acciones contrarrevolucionarias, desde la intimidación callejera a la acción
parlamentaria, sin olvidar el alarmismo del periodismo afín. Se puso en práctica una violencia
táctica cuyo objetivo era deslegitimar el régimen
republicano y montar una
operación psicológica basada en
el desorden
y la falta de autoridad: el gran miedo que apunta Rafael Cruz o la estrategia de la tensión destacada por González Calleja: la práctica
de la provocación permanente.
En último término,
les servirá para argumentar el golpe militar
de julio de 1936 y la guerra civil: la construcción cultural de la contrarrevolución.
Cobran sentido
las graves alteraciones que se encadenaron a este fin. Si el 17 de febrero se declaró el estado de alarma, la excepcionalidad —prorrogada mes a mes—
se prolongó hasta
los inicios de la contienda. Murcia se convirtió en una de las provincias con mayor número de sucesos. La Falange
incrementó su praxis desestabilizadora, enfrentándose con las juventudes izquierdistas, alentando trastornos en un sinfín
de localidades, asaltando
incluso varios centros
obreros. Detrás seguían
los mismos patrocinadores, como confiesan los autores del atentado realizado contra la Casa del Pueblo
de la capital en la madrugada del 18 de abril: «El plan y los medios habían sido facilitados por el grupo
de Renovación Española…».
El Chipé formaba parte de aquel entramado terrorista. El 22 de abril
ingresó en la cárcel, «como
individuo peligroso, dispuesto a actuar fácilmente en las organizaciones reaccionarias». Con más claridad: «…peligroso maleante […] que
efectúa sus actuaciones a las órdenes
de organizaciones
reaccionarias». Se le aplicó la
Ley de Vagos y Maleantes, pero ahora en su artículo
segundo, añadido el 28 de noviembre de 1935: «Podrán
asimismo ser declarados peligrosos como antisociales los que en sus
actividades y propagandas reiteradamente
inciten a la ejecución de delitos de terrorismo o atraco y los que públicamente hagan
la apología de dichos
delitos».
La conspiración contra la República ya estaba en marcha. Cartagena les resultaba fundamental. El enclave está considerado como el puesto
«más importante de la Marina en el orden
del poder y la fuerza». Cabecera del Departamento
Marítimo del Mediterráneo, asiento de una valiosa base naval que alberga
complejas instalaciones militares. Es la sede operativa de las
flotillas de destructores, submarinos y torpederos, junto con diversos buques de transporte y salvamento. Sus efectivos superan
con holgura los diez mil hombres, en una población
que suma algo más de cien mil habitantes. De haber prosperado aquí el alzamiento, la guerra hubiese
experi- mentado un giro copernicano e incluso precipitado su desenlace. Tras su fracaso la prensa lo subrayó con
énfasis: «Cartagena ha salvado a España y a
la República».
La confabulación viene siendo
urdida por miembros de la Unión
Militar Española con representantes de los tres ejércitos y las oportunas conexiones civiles, desde
los jefes de Falange de Cartagena —José
Martínez— y de la provincia —Federico
Servet— a dirigentes monárquicos —Alfonso Torres—
y cedistas como los Maestre
y Rafael de la Cerda,
al frente de la
JAP. La intriga
tiene sus centros
principales en el Arsenal y en el aeródromo de San Javier, perteneciente a la Marina
y a escasos kilómetros de Cartagena. Quedan
pendientes de las órdenes que deben partir
de la Capitanía General de Valencia, de la que orgánicamente se depende.
3.
Una navaja contra
la República
A partir del 14 de julio se aceleran los acontecimientos que desde febrero contribuyen a cebar el choque social. Ese
día estalla una huelga general
que se prolonga por espacio de cuatro jornadas y que, pródiga en enfrentamientos, paraliza por entero la
vida ciudadana: alimentación, tranvías, agua,
gas y electricidad. El seguimiento es unánime, sumándose hasta los guardias municipales y los serenos. Al término
del conflicto, en la mañana del 18, se extiende la noticia del levantamiento militar.
La agitación gana la calle: se asaltan
armerías y se organiza una expedición —con civiles y militares— para aplastar el foco
rebelde de San Javier. Allí forman
los obreros portuarios, los mismos que se han retado con los provocadores fascistas. Conseguido aquel objetivo, por la noche
se acordona el Arsenal,
donde —con algunos incidentes— anida
una resistencia larvada.
Las expectativas se mantienen en la escuadra, con las clases
subalternas vigilando a unos
mandos sospechosos. El 19 de julio se sabe de la sublevación en alta mar del
destructor Almirante Valdés, cuya
dotación se ha hecho con el mando y ha puesto rumbo
a Cartagena, donde
arribará sobre las
tres de la tarde, previéndose con su llegada el contagio revolucionario del resto de las
unidades navales de la base.
Un momento decisivo donde el hilo
de los acontecimientos se teje en horas.
En esas circunstancias Juan Vicente comete un nuevo atentado.
Ataca a dos trabajadores con los que se ha encarado
en la campaña electoral de febrero: Leopoldo
Satorres Reverte y Patricio Zaragoza
Mira. Un reto deliberado, como testimonian las víctimas: «...que
no es cierto que cuando
el hecho de autos ocurrió estuvieran juntos en una taberna en la calle de Balcones Azules […] sino que al salir
de dicha taberna
el que habla [Leopoldo] y el
Patricio se encontraron en la puerta con El Chipé y abalanzándose éste contra el Patricio, al mismo tiempo que sacaba el cuchillo
dijo —no te he matado antes y lo voy a hacer ahora, dándole con el
cuchillo al Patricio, que el que habla intervino para separarlos siendo
herido por El Chipé […] que
las noticias que tiene el declarante con anterioridad a dicho suceso
es que el Patricio y El Chipé estaban enemistados pues ya en otra
ocasión había sido herido
el Patricio por El Chipé».
Los periodistas locales reseñan
el suceso en términos casi
idénticos, lo que parece obedecer a la remisión de una nota oficial: «El domingo en la tarde —entre las 16 y las 17 horas—
en la calle de Balcones
Azules se encontraron Patricio Zaragoza Mira, Leopoldo
Satorres Reverte y Juan Vicente Fernández, conocido por El Chipé. / Patricio y Leopoldo
venían de la Puerta de Capitanía,
donde habían estado momentos antes y se encontraron con El
Chipé, entablando conversación. De improviso, El Chipé se echó hacia atrás y con un cuchillo
se abalanzó sobre Patricio
y empezó a darle puntadas,
queriendo intervenir
Leopoldo que también recibió varias puñaladas. Ante la confusión
habida, otro individuo, que salió de una taberna,
le dio varios palos al Chipé, quien al sentirse agredido no pudo continuar
su hazaña. Inmediatamente acudieron los cabos de la guardia de asalto Justo y Vieira, que
revólver en mano hicieron la detención del Chipé». Leopoldo perdió el brazo derecho
y Patricio tardó
cerca de una semana en recuperar el conocimiento.
La información carece de acotaciones políticas. El Frente Popular,
desde donde deben
partir las indicaciones a las redacciones de los periódicos, no tiene ningún
interés en que se politice
un acontecimiento que en aquel momento sólo
puede añadir más
inquietud a una
situación extrema, dada la rebeldía pasiva detectada en la Marina.
Se silencia la significación política de Juan Vicente y la militancia
de los agredidos, que para Benavides
pertenecen a la J.S.U. La única indicación que puede interpretarse como tal es la observación realizada sobre la Puerta de Capitanía, donde
se ha desarrollado un acto
de afirmación republicana: el recibimiento en
loor de multitudes de la tripulación del destructor Almirante Valdés que, procedente de Melilla, acaba
de atracar en el puerto
con su oficialidad apresada.
Los diarios de la capital, libres
de cortapisas inmediatas, interpretan el hecho en clave política:
«… El conocido fascista El Chipé hace otra faena
de las suyas, hiriendo gravemente a dos personas, que produce la indignación y la repulsa
del pueblo en masa». La misma fuente
anota su intencionalidad: «…un anormal
al servicio del fascio». Otro tanto hacen los noticieros de Madrid: «…un conocido fascista
apodado El Chipén,
individuo que había cometido
varios delitos de sangre y tomado parte
activa en la propaganda derechista en las elecciones de febrero». Lo revela
el alegato de la propia hermana:
«…el Patricio y el Leopoldo
dijeron al hermano
de la que declara
que iba muy bien vestido
y que era fascista».
El componente ideológico emerge también en la averiguación sustanciada en la etapa franquista, empezando por las actuaciones judiciales del ejército de ocupación en las que se reivindica al gitano como «significado elemento de derechas», indicando con claridad «…móviles políticos y no personales» y subrayando la conexión apuntada y la importancia del rumor:
«…corrió por
el pueblo la noticia de que este
gitano era el instrumento con que
se valían las derechas para imponer el terror…» Se desprende de la investigación realizada por el juez instructor
de la Causa General, cuando se
refiere a «un gitano denominado El Chipé conocido
por su actuación
a favor de las derechas durante las elecciones, que había
sido detenido por haber herido a dos marxistas en un incidente callejero…» Apunta en la misma dirección el interés puesto
en la búsqueda de los
responsables de su muerte.
Los implicados serán
castigados con dureza
por delitos de adhesión
a la rebelión militar, contemplándose incluso la pena capital.
El lance tiene
por escenario la calle Balcones Azules, en las
inmediaciones de Capitanía, coincidiendo con la recepción dispensada al Almirante Valdés, lo que explica
la pronta movilización de una muchedumbre enardecida: «Entre
el numeroso público
que llenaba las calles próximas
cundió la triste hazaña del
Chipé y llenos de coraje corrieron en busca del criminal que ya había
sido detenido por guardias de asalto que lo trasladaron a la comisaría». El tumulto conoce otra coadyuvante, la proximidad al barrio del Molinete, donde
El Chipé ha dejado huella
entre prostitutas y jaques rivales.
Es la efervescencia del momento el detonante
de la algarada, lo que subraya su carácter
político. La explosión
popular no se desata por la militancia de Leopoldo Satorres y Patricio
Zaragoza, que podrá ser
puesta en duda, sino por la significación de aquel títere al servicio de las derechas,
en un momento en que éstas están consideradas responsables de un golpe de estado contra la República:
«Que esto ocurrió
al día siguiente de estallar
la revolución en Cartagena, armándose
el consiguiente revuelo,
pues creyeron que el delito era de tipo político por ser el hermano de la que declara protegido
por Ramón Mercader Zaplana que es veterinario, así
como por haber
acudido la que declara a D. Ponciano
Maestre (persona de derechas
destacadísima aquí y asesinada durante
el dominio rojo)
con anterioridad al dominio
rojo para evitar
que le aplicaran la Ley de Vagos
al hermano de la
que declara que fue puesto en la calle por dicha gestión». La ligazón aparece en la contestación más cualificada de un empleado
del juzgado municipal: «Que son tres sujetos de pésimos antecedentes, y como da la
casualidad de que El Chipé malhirió a los otros dos el mismo día o al siguiente de estallar la revolución o el Alzamiento en Cartagena el populacho lo tomó en el sentido
como si hubiera
sido consecuencia de la política y por tener El Chipé relación
con algún elemento
de derechas como con
D. Ramón Mercader Zaplana, que lo tenía
de criado, siendo
dicho Sr. Mercader
de derechas. Que dice el que declara
que si no da la casualidad de estallar
el Movimiento entonces no hubiera pasado nada…».
Cabe plantearse si aquella
actuación tuvo alguna finalidad trascendente o fue una acción fortuita sin ninguna causalidad con el momento que se afronta.
Para Bartolomé García, dirigente
local del partido comunista, la navaja del
gitano forma parte de la conspiración alentada, un altercado callejero cuya esperada
réplica debe precipitar la deseada
intervención militar: «A las
tres de la tarde del mismo día, la reacción
preparó a través
de un matón a su servicio una provocación. El Chipé, conocido maleante, apuñaló salvajemente a dos obreros
portuarios. / El criminal atentado, a las dos horas de haber
terminado la huelga,
llenó de indignación a la población, la cual se concentró airadamente ante el edificio
de la comisaría de policía,
exigiendo que se hiciera
justicia con el asesino. Allí se congregó
también gran cantidad
de policías, guardia
de seguridad y asalto, que
hacían grandes esfuerzos por impedir que se asaltara la
comisaría. / La enorme masa que allí
había congregada no cesaba en su empeño,
en cualquier momento
podría surgir un choque sangriento con la fuerza pública…». La pretensión tropezará
con la lógica comunista: «Los camaradas de la dirección del partido nos orientamos rápidamente y desde
los balcones nos
dirigimos a las
masas y a la fuerza pública para que no se cayera en la provocación que se
había perpetrado. / En los
planes de la reacción entraba
que se produciría un choque violento con la fuerza
pública y esto justificaría la salida de las
tropas de los cuarteles para
la lucha contra
el pueblo. Pudimos
evitar este choque y hacer fracasar
los planes reaccionarios». En idéntica dirección se
posiciona Benavides:
«Hacía falta rasgar con
la punta de la navaja
el horizonte cerrado
de la insurrección». El altercado del 19 de julio supone de este modo un salto cualitativo en la violencia diseñada por la derecha
como elemento estratégico.
Lo compendiado no tardaría en reinterpretarse por los ideólogos del régimen franquista, atentos
a descontextualizar la actuación del matón,
discordante con el modelo que se quiere
proyectar de los golpistas e indigno
a la postre de figurar en la relación de
Caballeros
Caídos por Dios y por España. El punto de partida es la aportación del archivero municipal Federico Casal:
«…Un sujeto de pésimos
antecedentes, un criminal
de profesión, licenciado de presidio, en la tarde del día 19 hirió a dos sujetos de su calaña». La versión será reproducida por Joaquín Arrarás en la Historia
de la cruzada española, tratando
de desautorizar las pruebas
de su lectura política: «Aquella tarde había ocurrido
una riña vulgar. Eran los protagonistas unos bravucones,
chulos de oficio, gente de bronce;
uno de ellos, un gitano
conocido por el apodo del Chipé, había acometido
a dos antiguos
rivales suyos, causándoles
heridas graves con su navaja albaceteña. Sin embargo, se dio a esta
agresión un carácter político con
el falso pretexto
de que El Chipé había sido
activo muñidor de las derechas en las elecciones de febrero, y la agresión constituía una venganza
o represalia fascista». La aspiración queda cumplida en la reconstrucción que se divulga
en la posguerra como verdad rectora: << riñen tres profesionales de la chulería, gente conocida por sus andanzas,
eran El Chipé, el Patricio Zaragoza y el Leopoldo>>.
4.
Las muertes
del Chipé
La detención del farruco provoca
un arrebato multitudinario, explicable por el malestar
que despierta el incierto desenlace del golpe militar
y la identificación del hampón con aquellos propósitos. Se ejerce presión
sobre la única autoridad revestida de
legitimidad, esperando conseguir la cesión
del detenido: «…se formaron dos manifestaciones. Una que se presentó en el
ayuntamiento y la otra en la puerta
de la comisaría en actitud
violenta y amenazadora, pidiendo el castigo inmediato del referido [sujeto] y su entrega, amenazando en caso
contrario con asaltar
ambos edificios». El acaloramiento deviene palpable frente al
centro policial: «...se reunió gran cantidad de elementos que pedían la cabeza del mismo…» Todo converge en el carácter político
de la concentración: «La Plaza
de la Merced y calle donde está situada la mencionada [dependencia], se vio invadida por infinidad de personas que recriminaban la acción llevada
por Juan Vicente. Era el pueblo que se levantaba
contra el chulo, contra el matón de oficio,
pidiendo justicia». El cañí aparece así como depositario de agravios históricos y referente destacado del imaginario colectivo.
La situación es delicada y la resolución de los dirigentes frentepopulistas busca
evitar la previsible celada. Su modo de conducirse ilustra sobre el mantenimiento del principio de autoridad, luego puesto en duda: «Cuando
se divulgó
la noticia produjo
gran indignación en todos por tratarse
de un individuo muy conocido
por sus repetidos delitos de sangre
cometidos, y se fue congregando en la puerta de comisaría,
en gran número y con tal furor, que pedía le fuera entregado
el autor del hecho para hacerle
inmediata justicia, teniendo
que intervenir significados elementos del Frente Popular intentando calmar los ánimos». La mayoría de los periódicos coinciden en esa mediación:
«Intentaron entrar en comisaría, impidiéndolo las autoridades, con mucho tacto […] elementos significados del Frente Popular
tuvieron que aconsejar prudencia porque pedían le entregaran al Chipé, para
hacerle justicia…».
En la inspección sólo se encuentran dos agentes,
aunque allí mismo se
acuartela el Cuerpo de Seguridad, es decir la Guardia de Asalto. El comisario y el resto de la plantilla se han desplazado al ayuntamiento, donde se ha instalado la delegación
gubernativa, a cuyas órdenes están. La
comunicación es telefónica y las previsiones adoptadas persiguen la contención: «…Ante la consulta de la comisaría
de la gravedad del momento,
el recurrente les comunicó inmediatamente y por su cuenta
al jefe de Seguridad que
fuesen tomadas en el acto todas las
medidas para evitar cualquier coacción o asalto,
como así se hizo,
según tiene referencia el recurrente, formando un doble cordón de
fuerzas que
interceptaban el paso a los
manifestantes».
Para evitar la colisión
se piensa en sacar al arrestado de aquel punto y
trasladarlo a la recién inaugurada cárcel de San Antón, en el barrio extramuros del mismo nombre. Ante la dejación de competencias, la decisión
será adoptada por el primer
regidor, César Serrano,
aupado por mor de las circunstancias en poder ejecutivo: «…Puesto el caso en conocimiento del Sr. juez de Instrucción, de quien dependía
el detenido, se negó a hacer la entrega, como así mismo
el recurrente [comisario de policía] a quien se le
propuso, a lo que contestó que no entraba dentro de sus atribuciones, como así
era en realidad, y entonces el alcalde, autoridad máxima roja, asumiendo toda responsabilidad, envió
un oficio a la comisaría con órdenes de ser entregado el detenido a la guardia
municipal para su traslado a la cárcel…».
Se optó por la legalidad, como reconoce uno de los policías de servicio:
«…que
al requerimiento por parte del populacho para que se le hiciera entrega de dicho
gitano, se opuso
en un principio y poniéndose en contacto con
las autoridades de esta plaza manifestó que no haría entrega del detenido sino iba precedida de una orden
por escrito de la alcaldía
de esta plaza, cosa que al parecer
le fue enviada, haciendo entrega
del mencionado detenido al agente municipal que fue a hacerse cargo
del repetido detenido». Lo confirma el comisario José Cano Vicedo,
expulsado por desafecto poco después: «…Que la entrega del
gitano Chipén se hizo en regla, debido a orden escrita del alcalde para
su conducción a la cárcel». Son las nueve de la noche,
aunque el libro
registro de detenidos, destruido en los meses
siguientes, no puede corroborarlo.
La transmisión del poder
corresponde al guardia
municipal Francisco Blázquez Sánchez.
Es una casualidad del destino,
según declara el sereno
José Merino Álvarez: «Que el día en que asesinaron al gitano conocido por El Chipé, el declarante, que a la sazón era suboficial de la guardia
municipal nocturna, recibió
un oficio que le entregó,
porque en el ayuntamiento
no había en aquel momento
ningún guardia municipal, el alcalde César Serrano, para que fuese
trasladado dicho Chipé
desde la comisaría de vigilancia donde
estaba a la cárcel de San Antón,
marchando el testigo
a llevarlo, pero como se encontrase en el camino,
entre la glorieta
de San Francisco y la calle de Campos, al entonces cabo de la guardia municipal, que en enero de 1937
fue nombrado jefe de la misma, Francisco Blázquez Sánchez, le entregó dicho
oficio marchando el Francisco hacia
la comisaría y encaminándose
el que habla al ayuntamiento…».
Los acontecimientos que se desarrollan a continuación están
envueltos en el silencio general. Un hecho que conmovió a la ciudad
entera, con cientos de participantes, contemplado por miles
de ojos, sin que nadie
viese nada. Una suerte de Fuente Ovejuna. Lo expresa con cierto coraje
el abogado defensor de Blázquez: «…no existen acusaciones tajantes y con pruebas que no dejen lugar a dudas, sino por el contrario todas son debidas
a informes procedentes del rumor público,
lo oyeron decir, tiene
que ser esto, etc., pero no hay ni una sola declaración donde se diga, yo lo vi,
aquí está escrito, pasó esto o aquello; quedando por tanto todo el expediente envuelto en una niebla tan
espesa […] y a pesar de los esfuerzos
realizados por el juzgado no ha habido
forma humana de aclarar…».
Lo mismo se desprende
de las revelaciones vertidas en otro sumario abierto sobre el caso:
«…no pudiendo hacer
una afirmación exacta
de ello, toda vez que los vecinos solo manifiestan qué es lo que se oye referente a este asunto […] manifiestan conocer
de los hechos por rumor público sin que
se pueda concretar en ningún sentido
[…] que tiene
conocimiento de dichos hechos
por las críticas
y oídas de la calle». Ni siquiera las torturas policiales consiguieron arrojar más luz:
«…que mi defendida se encuentra
sujeta a un procedimiento judicial, por investigaciones hechas
por la policía con el buen deseo de esclarecimiento del hecho de que se trata, sin lle-
gar a un resultado definitivo en lo que a esta cuestión se refiere. / Y claro, la detienen e interrogan, y ella creyendo
fuesen a pegarla
o a molestarla, no sólo dice que ha efectuado el hecho sino que para facilitar más detalles cita nombres
de otras mujeres diciendo que intervinieron (imaginariamente se puede decir)…».
Hubo atestado, pero apenas se avanzó en los trámites
iniciales del procedimiento judicial, dificultados y eliminados al poco tiempo,
reforzando la dimensión política del pasaje.
Lo acredita el juez instructor, José Dodero Pérez: «Que dicho sumario
lo quemaron los rojos. Aclara que no se hicieron
más que las primeras diligencias ya que siendo los autores
del hecho afectos a la revolución se preocuparon en los primeros días de hacer
desaparecer lo actuado
para evitarse la constancia de responsabilidades, que
el declarante estaba dispuesto a llevar efecto».
Informes y testigos coinciden en señalar el protagonismo de Francisco
Blázquez a las puertas de la comisaría, prometiendo dar satisfacción a los que reclamaban un escarmiento ejemplar: «…destacándose del grupo
el procesado [que]
subiéndose a un balcón [y]
dirigiéndose a la masa allí
reunida les dijo que no se preocupasen pues él se encargaría de hacerlo metiéndolo en un coche
y asesinándolo más tarde…».
De su actuación existen
dos versiones. La diferencia estriba
en el grado de culpabilidad y en el modus operandi: «…tomó
un oficio de la alcaldía
de Cartagena al objeto de atribuirse autoridad y con él sacó de la comisaría,
donde se hallaba detenido a consecuencia de una reyerta, el conocido gitano
apodado El Chipé,
al que después
de dispararle con
su pistola entregó seguidamente a las turbas que terminaron de asesinarle bárbaramente…» En otras
aportaciones se incrementa su crueldad: «… sacó de la comisaría al conocido gitano apodado
El Chipé entregándolo inmediatamente a las turbas
las cuales lo asesinaron bárbaramente…».
El argumento se desvanece para quienes sostienen que el delincuente fue evacuado por la puerta de atrás del
local o incluso
por la azotea,
saltando al edificio de al lado.
Las redacciones insisten en la ausencia de manifestantes en el momento
de la conducción: «El pueblo
seguía pidiendo al detenido,
hasta que se pudo conseguir que aquel se marchara, ante las promesas de los elementos encargados y las
autoridades. / Una
vez que así lo consiguieron hicieron entrega del Chipé para que fuera
conducido a la cárcel» / «A las nueve de la noche empezaron a disolverse los grupos y poco
tiempo después fue
sacado El Chipé
de comisaría para
trasladarlo a la cárcel
de San Antón». Sólo cambia la hora: «Siendo
aproximadamente las ocho de la noche fueron
despejándose aquellos lugares,
lo que aprovechó la Vigilancia para trasladar al Chipé a la cárcel
del partido».
Se abren toda una serie de interrogantes sobre el proceder
de Blázquez.
¿Le dio orden el alcalde
de asesinar al hampón? El sereno
Merino Álvarez se
limita a admitir que le entregó la orden de traslado sin
más indicaciones.
¿Asumió por su cuenta esa determinación? Sorprende que un cabo de la
guardia municipal se sienta
respaldado para adoptar semejante decisión. ¿Se vio desbordado por los acontecimientos y actuó movido por el miedo? La
documentación señala la disolución de los grupos en el momento de la marcha. ¿Lo hizo obedeciendo a una motivación política, considerando al temerón
como fautor de los
planes liberticidas? Está acreditada su militancia izquierdista: «…este individuo por el año 1928 fue uno de los fundadores de la Sociedad de Obreros y Empleados
Municipales afecta a la UGT, siendo
uno de sus mejores
propagandistas y defensores, ha estado
afiliado al partido
socialista hasta el momento
de la liberación de esta ciudad…».
Unas convicciones contrastadas de principio
a fin de la guerra, desde su incorporación en julio de 1936 a las milicias al sometimiento de la sublevación quintacolumnista de marzo de 1939. ¿Contribuyó en su trayectoria profesional la
acción atribuida? El 1º de enero
de 1937 fue
nombrado jefe de la policía local
por César Serrano,
presidente del consejo municipal: «…por méritos
contraídos con
las autoridades rojas
y por disfrutar de su confianza…».
El juez instructor lo acusa
de forma implícita: «Que el autor material fue un guardia municipal, según noticias recogidas por el que declara
y el cual no pudo ser
detenido por
no haber sido habido,
ya que el alcalde
contribuyó a que no se le encontrase». Detrás están —a su parecer— los miembros
del consistorio, que ordenan aquella operación para descalabrar la
trama golpista: «Que le consta que el hecho de la muerte obedeció a órdenes
del alcalde D. César
Serrano, del
médico D. Antonio Ros
y de todos los
demás dirigentes que se preocuparon de hacer abortar
en esta ciudad
el Movimiento Nacional. / Que además de los nombrados
—recuerda el dicente— estima como causantes de la instigación a otro médico apellidado Pérez San José y a otros muchos, todos los cuales
se fugaron de esta ciudad antes de la entrada de las tropas de Franco». Alguno de ellos,
llegado el caso,
querrá desligarse de aquel
modo de conducirse: «… se desgarra la piel de España, corroída por los asesinatos más
villanos, más
atroces y alevosos…».
Es evidente que el agente no pudo actuar solo. Si tuvo que utilizar
un coche para el desplazamiento previsto
debió contar con alguien más. En el sumario se amplía el número de implicados: «…que en una
ocasión hablando dicho
Blázquez con el declarante le dijo que él había
muerto o mejor dicho intervenido en la muerte del Chipé…» Coincide
en ello el informe
de la Guardia Civil: «…fue uno de los que le dispararon…» Una investigación basada en fuentes orales señala la
participación directa de Manuel Martínez Norte, empleado municipal de arbitrios
y destacado activista
libertario en los años de la II República,
en los que aparece
mezclado en acciones armadas. Representa
a
la FAI en el comité ejecutivo del Frente Popular,
constituido en sesión permanente
desde el 18 de julio. Según su alegato iba en el vehículo
sentado junto al arrestado.
Sus palabras son tajantes: «… sacó su
pistola Star del 9 corto y dijo: —Chipé,
te voy a hacer un favor. Juan Vicente Fernández comprendió su situación
y se inclinó hacia delante, como el reo cuando le van a
decapitar, mientras […] le disparaba sobre la base del cráneo. Su muerte fue instantánea».
Para los periódicos de aquellos días se le aplicó la ley de fugas: «…Al ser conducido a la cárcel de San
Antón El Chipé pidió clemencia a los guardias,
diciéndole que lo dejaran bajo promesa de que no volvería a hacer ninguna
fechoría. Al llegar
al Ensanche intentó
darse a la fuga, teniendo que hacer fuego
contra él, que cayó mortalmente herido, falleciendo al momento». El alcance se repite en casi todos los medios:
«…Al cabo de algún tiempo, fue trasladado a la cárcel de San Antón y según parece al hacer un
movimiento como de fuga, se hicieron algunos disparos contra el fugitivo, alcanzándole algunos y quedando
muerto en el acto…» Otros van más allá: «…intentando este, al llegar a las afueras
de la ciudad, agredir a las autoridades, con el fin de darse
a la fuga, teniendo necesidad las autoridades de referencia de disparar sus armas, alcanzándole uno de los proyectiles, que
le produjo la muerte». / «…a la salida de la población intentó escapársele
a los guardias que lo conducían, como igualmente agredirles, teniendo necesidad de hacer uso
de las armas
y disparándolas, yendo
a alcanzar un proyectil el cuerpo del agresor que le produjo
la muerte». La información puede estar sesgada por la censura
establecida desde febrero con la declaración del estado de alarma.
Lo llamativo es que el fiscal instructor de la Causa General
participe del mismo criterio.
El abogado de Blázquez es el primero
en argumentar el linchamiento:
«…fue sacado de la comisaría con orden de trasladarlo a San Antón,
pero el populacho que llenaba la calle, al verlo montar
en el coche y que se le escapaba la presa, se echaron sobre
el coche, arrebatándolo a las autoridades y haciendo con el desgraciado verdaderas perrerías…» La agencia Febos —que distribuyó la noticia—
lo corrobora: «Detenido el fascista, los grupos populares
se apoderaron de él al ser llevado
a la cárcel y fue muerto en la calle».
Para Joaquín Arrarás, sus propios custodios facilitaron la operación: «Avanza el coche con gran lentitud, rodeado por la turba, que no cesa de proferir insultos y amenazas
[…] Así se llegó a las afueras
de la ciudad, a los solitarios
terrenos del Ensanche. Entonces el auto se detiene
y la escolta invita al gitano a salir.
El Chipé se resiste, llora, suplica por sus muertos, por su madrecita, que se le deje llegar hasta la cárcel. A empellones es sacado del coche, y allí mismo asesinado
ferozmente por una multitud que le acuchilla y pisotea».
5.
dies irae
La indagación de la policía
local distingue entre
la muerte del jácaro y los
hechos que siguieron: «…de las
averiguaciones realizadas por
los agentes de esta alcaldía, resulta que no participó en el asesinato del gitano Chipé, sino en los demás
actos que posteriormente se realizaron con
el cadáver del mismo…» Las escenas que se sucedieron son las imaginables de una expiación
tumultuaria, empezando por el paseo
triunfal de aquellos restos: «… una
gran turba de gente que lo conducía
arrastrando hacia el muelle…» Dados los odios concitados, sobran voluntarios para hacerlo: «…numerosa fila de individuos de ambos
sexos que llevó a efecto el arrastre del cadáver». Se agregaron cercenamientos rituales, la inmersión
en el puerto y el fuego: «…arrastraron su cuerpo por las calles de esta ciudad y cometieron con él los más repugnantes ensañamientos y mutilaciones […] y más tarde fue quemado en las Puertas
de San José […] habiéndose ensañado todo el populacho con su cadáver, habiéndose quemado su cuerpo,
sacado los ojos y cometido según manifiesta la que declara herejías grandísimas con su cuerpo». Lo actuado corresponde al arsenal simbólico de la protesta popular. Un código cultural que,
lejos de lo anómico e irracional, representa
«un nudo identitario y cohesionador».
El encarnizamiento exigió la colaboración de todos, perdidos
los frenos más elementales:
«…según informes actuó en la quema del Chipé,
pidió dinero para gasolina con el fin de incendiar este cadáver…» No
culminaron aquellas miras:
«Que el informado se jactó infinidad de veces de que en las Puertas de San José pretendió pegarle
fuego con su mechero al cadáver del gitano Chipén,
cosa que no consiguió por estar húmedo, debido a que al parecer fue
sacado hacía poco tiempo del agua».
Una acción colectiva donde se exorcizaron los demonios particulares de los concurrentes, todos en la frontera de las consideradas clases peligrosas: prostitutas maltratadas, hampones rivales
y clases populares movidas por la simbología política
del personaje y la inmediatez de la sublevación militar. Tuvieron el respaldo del comité local del Frente Popular,
que dejó hacer, lo que desmiente el carácter espontáneo e incontrolado
de las
masas.
Fue una manifestación de cólera popular,
con los ingredientes propios de una celebración festiva, que se prolongó durante
horas y en las que
corrió el alcohol, como testifica la dueña de un prostíbulo en alusión a una de sus
pupilas: «…Que como queda dicho
salió de su casa a eso de las cuatro o
cinco de la tarde, hora en que ocurrieron los primeros hechos,
y ya no volvió a verla
hasta el día siguiente en que recuerda
que estaba cansada
la Consuelo, según decía
ella, de tanto
correr y de lo que
había presenciado, la que
tenía un gran
dolor de cabeza,
cree sería por
el motivo de que el día
en que ocurrieron los hechos
con El Chipé estaba muy embriagada». También recuerda que decía, bajo
el estado en que se encontraba, lo siguiente:
«Qué lástima, Qué lástima». Los atestados
reiteran el estado de beodez de los participantes: «…tiró de la cuerda donde
llevaban atado el cadáver de un
tal Chipé,
y si lo hizo fue
porque estaba embriagada…» / «…cuando la testigo
intervino con los elementos que dieron muerte
al Chipé lo hizo
completamente embriagada sin que pueda
precisar los nombres
de los demás que le acompañaban».
Se resalta la cooperación de las prostitutas, con toda su carga alegórica, al ocupar un espacio que tradicionalmente les está vedado. Los sucesos
que llevan a la detención de aquel indeseable tienen lugar en la calle de
Balcones Azules, a las puertas
del barrio chino.
La noticia se extendió
pronto por el arrabal, provocando el subsiguiente revuelo,
como recuerda la gobernanta de un burdel:
«…al enterarse de los hechos
cometidos por tal individuo con otro llamado el Patricio a quien hirió,
salió dicha Jiménez Millán en dirección del lugar como también muchas mujeres
más…» Su contribución se dejó notar. Una de las meretrices confiesa, «…que iba detrás del cadáver
y que le había dado con el zapato en la cabeza..». Usan de su peculiar red de relaciones específicas: la vecindad que les presta el Molinete y su identidad
de género como mujeres explotadas y ultrajadas por aquel
proxeneta irascible. A esa intraversión se suma en ocasiones una conciencia de clase. Algunas
son significadas por su ideología de izquierdas: «…es persona de mala conducta
y antecedentes, cooperó
en la muerte y arrastre
del Chipé, y con el tacón de un zapato le golpeó en la boca después de
muerto, continuamente vitoreaba la República y en unión de otras paseaba con la
bandera comunista, roja exaltada». Están presentes trabajadores con adscripción
reconocida. Se individualiza a Felipe Matarranz Manzano, enganchador de oficio,
afiliado desde junio de 1933 al Sindicato Nacional Ferroviario de la UGT. A tenor de los informes
del aparato represor
franquista su compromiso militante no ofrece
dudas: «…siempre figuraba
en las comisiones que formaban los obreros cuando tenían que
hacer alguna reclamación. Fue nombrado delegado
sindical de control
de la Compañía M.Z.A. en Cartagena. Durante
su permanencia en ésta se manifestó como enemigo del Régimen Nacional-Sindicalista, haciendo
constantes manifestaciones de que los fascistas eran gentuza e invasores». Su calificación es
clara: «elemento rojo muy peligroso […] elemento muy destacado del Frente Popular.
Propagandista y revolucionario […] Según se desprende de los informes adquiridos […] pertenecía al partido comunista, hacía bastante
propaganda roja, era bastante marxista». A él se debe una de las iniciativas más impactantes: «…le oyó el testigo en repetidas ocasiones, al sacar un
encendedor de bolsillo, decir —Con este
encendedor le pegué fuego al gitano Chipé».
Prostitutas del Molinete. |
El linchamiento puede ser
interpretado como actuación vicarial de una represión de clase. Un mensaje claro a los adalides de Juan Vicente
y a la finalidad buscada con su acción en aquella
hora extrema: «Le echaron al cadáver una cuerda al cuello y lo arrastraron por la Plaza de España, calle del Carmen, Puertas de
Murcia, Plaza del Ayuntamiento… Como en las estampas de las cóleras
populares, tiraban de la cuerda
las mujeres. Y la cólera
y los gritos se dirigían
contra los mandos
agazapados en el Arsenal
y en los cuarteles. Aquel cadáver era el cadáver
del general de los Chipés». El macabro espectáculo no olvidó en su
recorrido el domicilio de Ramón Mercader, donde se gritó:
«Aquí tienes a tu protegido» y «tu cochero ha sido ajusticiado».
La detención y muerte de aquel sujeto cierra el círculo
de la conspiración, que acaba
fracasando por la desconexión e irresolución de los golpistas y por la actitud enérgica del
gobernador militar —Toribio Martínez
Cabrera—, de algunos oficiales y, sobre
todo, de los
auxiliares, marinería y buena
parte de los trabajadores y de la población civil.
Tanto Torres como algunos
miemb
ros de la familia Maestre fueron detenidos a los pocos días, perdiendo la vida a manos de civiles armados en las semanas siguientes. Llama la atención que Ramón Mercader, su jefe directo, saliese indemne y conservase su puesto en la renovada administración municipal. Alguna capacidad camaleónica debía tener y la debió utilizar en los primeros años de la dictadura franquista, cuando figura como secretario de la Junta Local de Fomento Pecuario de Cartagena.
Ayuntamiento y Muralla del Mar. |
ros de la familia Maestre fueron detenidos a los pocos días, perdiendo la vida a manos de civiles armados en las semanas siguientes. Llama la atención que Ramón Mercader, su jefe directo, saliese indemne y conservase su puesto en la renovada administración municipal. Alguna capacidad camaleónica debía tener y la debió utilizar en los primeros años de la dictadura franquista, cuando figura como secretario de la Junta Local de Fomento Pecuario de Cartagena.
Tras la ocupación de la ciudad por las tropas nacionalistas fueron juzgados por
consejos de guerra los hallados relacionados con la muerte y linchamiento
del maleante. Recibieron condenas por delitos de adhesión a la rebelión.
Por tirar de la cuerda fue sancionada la prostituta Consuelo Jiménez Millán a 30 años de
reclusión mayor, falleciendo en el
hospital provincial el 17 de mayo de 1943. El mismo castigo recayó sobre su compañera,
Dolores Arín Martínez, aunque fue indultada el 8 de marzo de 1947. Felipe
Matarranz Manzano fue sentenciado a muerte, conmutándosele por 20 años y un día, saliendo
a la calle el 18 de noviembre
de 1948. Menos suerte cupo a Francisco Blázquez
Sánchez, fusilado el 29 de mayo
de 1941. Manuel Martínez Norte
se exilió a Argelia, donde
estuvo viviendo hasta la independencia del país en 1962; se trasladó a Francia siendo repatriado en diciembre de 1963 por
conducta desordenada; condenado a 12 años y un día por auxilio
a la rebelión, en el procedimiento no salió a relucir su intervención en la muerte
del Chipé; fue indultado el 7 de agosto
de 1964. Patricio Zaragoza Mira y Leopoldo
Satorres Reverte —los agredidos por
El Chipé— quedaron absueltos.
6.
la construcción simbólica de un imaginario colectivo
La profanación del
cuerpo de Juan
Vicente tuvo un enorme impacto
social:
«…este suceso es del dominio
público de Cartagena entera, por las salvajadas y atrocidades cometidas…» Los acontecimientos se amplifican en la
tarde noche estival
de un domingo de verano,
con las calles
principales de la ciudad
ocupadas por un público festivo.
Las impresiones retenidas
son cita obligada de la memoria colectiva de la población, como reflejan los
testimonios orales
recogidos: «Todo el pueblo
de Cartagena iba detrás
de él, la policía
le dijo: lárgate
porque esta gente te va a matar y echa a correr,
y uno de los que habían allí le pegó un tiro con antelación […] Fue un linchamiento,
aún iba vivo por la calle del
Carmen […] Yo lo vi que
lo cogieron y lo llevaron amarrao [sic]. Lo amarraron
con una cuerda y lo pasearon
por Cartagena.
Lo tiraron al agua, lo sacaron
y lo llevaron por ahí dando vueltas […]
iba mucha gente […] Lo vi cuando lo llevaron
por la Plaza Mayor,
cuando le pegaron fuego, allá arriba […]
pero no ardió ni na [sic]. Iban mujeres y hombres
y lo llevaban arrastrando […] Participó
mucha gente y según iban gritando:
¡que están arrastrando al Chipé!, se
iba incorporando gente y más gente que acudía a verlo. Las putas animaban…».
Queda
por saber si son recuerdos vividos o inducidos. Una evocación
imborrable por su repercusión social y su vinculación directa al comienzo de la guerra,
pero sometida a la interesada manipulación ideológica. El suceso será reelaborado en la posguerra con la decidida vocación de subrayar el vacío
de poder y el desbarajuste republicano. Se magnifica —fiel a la cábala
justificadora de la intervención militar— el estallido social de la peor calaña, posible
por la carencia de autoridad, cuando no por su complicidad. Todo sirve para
justificar el derramamiento de sangre que seguiría. Nada se dice de las inten-
ciones que guían los pasos del Chipé.
Entre el mito y la propaganda.
El punto de partida
es la declaración del cronista oficial: «…el populacho cercó la comisaría de policía,
pidiendo a gritos que le entregaran el
preso, lo hicieron las autoridades. Aquel desgraciado fue sacado de la comisaría, con pretexto de conducirlo a la cárcel
y, una vez en las afueras
de la ciudad, lo asesinaron a tiros y a puñaladas, entregando el cadáver
a las turbas, lo amarraron por los pies y lo arrastraron durante
varias horas por todas las calles de la población,
terminando por rociarlo de gasolina y prenderle fuego…» Aún así, filtra —sin desearlo— la motivación política: «Al pasar el cadáver
por las puertas
del Círculo de Izquierda Republicana, sito en la calle
Mayor, los socios, subidos
a las sillas, aplaudieron frenéticamente a los hombres
y mujeres que tiraban de la cuerda…».
El juez Dodero resalta el
respaldo del poder local a aquella acción:
«Que para evitar los desmanes el que declara
salió con el secretario Sr. Serra
en un coche y pidió apoyo al alcalde y al jefe de los guardias de asalto,
contestándole éstos que
tuviera cuidado consigo
mismo y no se opusiera a la voluntad popular, y que viéndose
desamparado hizo constar
estos extremos en las diligencias». Su intervención se redujo
al levantamiento de los
restos: «En la ambulancia de la Cruz Roja y previa autorización judicial, fue trasladado el cadáver del Chipé al depósito de autopsias del cementerio
municipal».
Es la línea argumental que recoge Arrarás:
«Ninguna autoridad, ninguna fuerza había intervenido para evitar el crimen y el terrible espectáculo posterior. Cartagena ya era presa
de las turbas». Le cabe salvar la responsabilidad policial
y subrayar la inteligencia de la corporación municipal:
«El motín no arredra al comisario —sabemos
que no estaba en su puesto—, que
se niega terminantemente a la criminal pretensión; pero desde
el ayuntamiento se le ordena que el gitano sea trasladado en un auto a
la cárcel, situada en el apartado barrio de San Antonio Abad». No ahorra detalles escabrosos para enfatizar la violencia ciega
de las masas, aunque de nuevo se escapa la imbricación
política: «…ya muerto y casi laminado, amarran
una soga a los pies del cadáver, y entre risas, cánticos y vivas a la justicia del pueblo lo
arrastran por las principales calles
de la ciudad. Después llevan
el cuerpo, convertido ya en informe
despojo sangriento por las
puñaladas y los golpes, al muelle de Alfonso XII, concurridísimo, como todos los días festivos, y lo
cuelgan, para terror de unos y regocijo de otros, en el quiosco
del café de La Palma
Valenciana, en cuyo escenario,
unos desgraciados faranduleros, para congraciarse con
los bárbaros, le hicieron tema de sus chistes. Por último, descuelgan el macabro despojo,
y otra vez lo arrastran hasta
las Puertas de San José,
donde hay un surtidor
de gasolina, y rociándolo con
ella le prenden
fuego…».
Les viene bien el concurso
de las meretrices, uno de los elementos
que más ha contribuido a fijar la iconografía de la furia popular: «Que
intervinieron todas las prostitutas de Cartagena. En una palabra
la hez de la ciudad que se ensañó con el cadáver
del Chipé». La ingerencia del lumpen —terciado siempre
por aquellas mujeres—
aparece en todas las descripciones de violencia de la retaguardia republicana suscrita por la propaganda franquista. Resulta paradigmática la Historia
de la cruzada, que sienta
las bases canónicas de tal visión.
Lo extracta bien Javier Rodrigo:
«…acuden al lugar
de la refriega grupos heterogéneos de obreros, mozalbetes y arpías […] grupos de prostitutas asaltan
el convento […]
la noche insomne
y libertaria los
ha acoplado con
partidas de prostitutas…».
La literatura de posguerra
reproduce los contenidos validados por la historia oficial: «El Chipé fue detenido
y trasladado a la comisaría
de la Plaza de la Merced.
/ La noticia del suceso
corrió por la ciudad rápidamente, y las masas se aglomeraron ante la comisaría, enardeciéndose con los agigantados detalles
de primera hora. Los guardias
quisieron imponer una autoridad tardía
y fueron desbordados, hasta el punto
de que los
agentes temieron un asalto
y se decidieron a dar suelta al detenido, no entregándolo al odio de la muchedumbre, como muchos pedían
desaforadamente, sino llevándoselo en un coche,
debidamente escoltado, hasta
el Ensanche, donde le ordenaron que descendiese. Pero las turbas
habían seguido a los
fugitivos, y cuando el gitano se dispuso
a escapar, fue cazado y linchado bárbaramente […]
el gentío enardecido arrastró el cadáver
por las calles
de la ciudad hasta
el muelle, donde
lo colgaron en el alero
del café La Palma
Valenciana,
mutilándolo horrorosamente y trasladándolo, por último, a las
Puertas de San José, donde
se hallaba emplazado un surtidor de gasolina.
Allí lo rociaron con el inflamante líquido
y le prendieron fuego». Todavía en fechas
muy alejadas de los hechos,
los rotativos siguen
difundiendo, sin el menor pudor, la interesada versión: «En el Ensanche aquella
noche empieza la tragedia
de Cartagena; va por sus calles el cadáver de un hombre
arrastrado por una
chusma, dando el vergonzoso espectáculo de quemarlo, después
de mutilarle órganos
de su cuerpo».
7.
conclusiones
La escenificación de la violencia
fue especialmente visible
durante los años de la Segunda República,
formando parte, tras el triunfo electoral del Frente Popular,
de la estrategia de la derecha para desestabilizar el sistema
vigente. Para llevarla a efecto recurrió a la coluvie, asistiéndose de
este modo a la transubstanciación de la delincuencia común en política.
El haber criminal de Juan Vicente
Fernández —con alguna
muerte a sus espaldas— sirvió a la reacción para amedrentar a sus rivales.
No fue un caso aislado. Bajo el ropaje
falangista se pusieron
en nómina a conocidos
matones. Algunos trabajadores afiliados a partidos
y sindicatos de clase
estuvieron dispuestos a jugarse el todo por
el todo y enfrentarse en la calle con aquellos sujetos. Su pasado
asocial será utilizado por los ideólogos
franquistas
para poner en circulación la imagen recurrente y deformada de furia
marxista.
El episodio del 19 de julio de 1936 cabe considerarlo como el último intento de la conspiración antirrepublicana para desnivelar la situación del lado de los golpistas. La muerte del Chipé puede interpretarse como fruto de una acción meditada
para desarticular el proceso en marcha, en tanto la profanación de su cadáver como alivio a una presión extrema,
alimentada por
la conflictividad de los
meses precedentes y sobrecargada con la irresolución del levantamiento militar. La búsqueda de un chivo
expiatorio que concitase el odio popular abre la
explicación de que no se manifestase ninguna oposición, de que nadie moviese un dedo para poner fin a la lamentable
exhibición de un linchamiento en la tarde estival y dominical
de una tranquila ciudad de provincias, de que las fuerzas de orden público dejasen hacer a las masas desbocadas.
¿Había desaparecido toda autoridad el 19 de julio de 1936? Hay que recordar que aquel desenlace había sido inducido por la corporación municipal,
en conexión directa con el Frente Popular. No hubo desbordamiento civil ni espontaneísmo, sino encauzamiento revolucionario de una situación que amenazaba
con desarbolar las conquistas expresadas en las urnas
el 16 de febrero.
La acción del jaque
no derivó en el enfrentamiento deseado y, a la postre,
no desencadenó la esperada cuartelada. Confiados en exceso en las órdenes que debían partir de la Capitanía de Valencia, no se sintieron
capaces de utilizar
el incidente para suscitar la declaración del estado de guerra
y sumarse al alzamiento rebelde. Su nivel de impreparación resultó determinante frente a la pronta
respuesta de los defensores del orden republicano. En última instancia, focalizar la aversión general sobre aquel
individuo podía dejarles a salvo.
El discurso articulado en la posguerra —desde las fuentes
judiciales a las literarias— soslayó la mayoría
de estos extremos, salvo aquellos que apuntaban al caos del momento. La participación del lumpen fue difundida de forma interesada. El bando vencedor
supo sacar partido
de aquel cataclismo, cuyos protagonistas incluía sin
dificultad en los grupos marginales. El baladrón
se convirtió en un gitano de derechas
y sus asesinos en chusma.
Luego no convino la primera significación pero sí la segunda. Una doble
construcción simbólica de aquella muerte.
La violencia de clase
ofrece así una destacada polisemia. La opción
antidemocrática la empleó
inicialmente como instrumento de disuasión —igual que
otros encuadramientos— pero,
a diferencia de éstos, la acabó
utilizando para alentar
réplicas que argumentasen intervenciones de más amplio alcance.
Recurrió a individuos procedentes de los barrios bajos, cuya relación, llegado el caso,
podrá desmentir. Las
clases populares ejercieron la coacción sin intermediarios. Esa divergencia facilitó
la manipulación posterior. El triunfo de las armas dio a los vencedores la posibilidad de reinterpretar la historia en beneficio propio.
La acción de masas
descrita sirvió para adjetivarlas de horda roja. Frente a las personas de orden —incontaminadas— la turba encanallada, el populacho delirante. Quedaba justificado el recurso
a los generales, salvadores de la armonía social.
La invocación moralizante
y constituyente de la represión estatuída
—propia de la crónica negra—
atendió a las demandas del nuevo Estado, necesitado de una catarsis
en la que basar su nacimiento. Se inventa e impone un axioma que
sataniza a las
fuerzas de izquierda y ensalza la actuación salvadora de los militares golpistas. Se construye, en definitiva, un entramado simbólico con el que conformar
su legitimidad, con el que lograr convertir su pasado en verdad irrefutable, buscando la dominación de la población en todos los ámbitos, incluido
el de la memoria.
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