jueves, 17 de abril de 2014

Luis, 42 kilos. Antonio, 45 kilos. Miguel, 44 kilos

Es lo que pesaban, cuando salieron, hombres encarcelados en la Prisión Provincial de Sevilla

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Prisión Provincial de Sevilla



Andaluces, 14-04-2014  

Luis Callado, 42 kilos. Antonio Bernabé, 45 kilos. Gabriel Arévalo, 49 kilos. Miguel Castro, 44 kilos. José Ferrer, 45 kilos. Manuel García, 46 kilos. Es lo que pesaban, cuando salieron en libertad, estos hombres de entre 1,70 y 1,75 metros de altura encarcelados en la Prisión Provincial de Sevilla, donde murieron 494 presos entre 1936 y 1954. La mayoría de las muertes, 428, se produjeron en el llamado año del hambre. Son los datos recopilados por el historiador José María García Márquez, que ha reconstruido la historia de la cárcel sevillana a partir de los expedientes acumulados en el fondo documental del Archivo Histórico Provincial.
La prisión fue concebida como un proyecto moderno y funcional durante la República, con capacidad para unas 400 personas. Las celdas contaban con ventanas amplias, había talleres y, algo insólito en la época, agua caliente, duchas y piscina. En el periodo republicano, la media de ingresos osciló entre los 300 y 350 reclusos. Los primeros que entraron, 320 hombres, procedían de la antigua cárcel del Pópulo. “El traslado se hizo en 8 grupos de 40″, especifica García Márquez. “Allí se cometían delitos que chocaban al principio con los cambios que originó la República, comportamientos viciados como los malos tratos, los rapados…”, añade el historiador. Aquello conllevó protestas de los presos y hasta el asesinato del entonces director de la cárcel, Salustiano Avezuela Martín, que fue sustituido por Siro López Alonso hasta diciembre de 1938, cuando descubrieron que tenía antecedentes republicanos. Hasta 1936, el número total de ingresos ascendió a 10.161. Después del 18 de julio de 1936, lo que había sido pensado como una prisión ajustada a los derechos humanos se convirtió en un lugar de hacinamiento, asesinatos, torturas y hambre.
Solo cinco días después de la sublevación, la cárcel se desbordó: de los 320 presos que había en ese momento pasó a 1.438, tres veces más de su capacidad. Es el cambio más evidente que trajo, según el historiador, el golpe de estado. Pero hubo más. El 19 de julio, por orden expresa de Queipo de Llano, fueron excarcelados 47 falangistas, 23 de ellos a disposición judicial. Y ese mismo día ingresaron 184 detenidos, entre ellos José María Valera, el último gobernador republicano. “Desde el primer día se comenzó a subvertir la legalidad penitenciaria”, denuncia García Márquez.
Los presos dejaron de protestar acallados por las torturas o, directamente, el asesinato. El mismo día 20 mataron a Manuel Fuentes por asomarse a la celda. A José Sucilla López también lo fusilaron. Había protestado por la poca cantidad de comida, cuenta el historiador a modo de ejemplo: “Según la memoria de Siro López, entre el 36 y el 38, salieron en sacas por orden militar 1.039 detenidos. Para ser ejecutados, por sentencias de consejos de guerra, 528. En la misma cárcel fueron ejecutados a garrote vil 25 personas, una de ellas una mujer”.
Ana París tenía 38 años, una hija de cinco y un hijo de tres. Su marido estaba huido. Lideró la sección de mujeres de la UGT en el pueblo donde vivía, La Roda de Andalucía. Fue juzgada en consejo de guerra, condenada a muerte en 1937 y estrangulada en la Prisión Provincial el 5 de febrero de 1938: “Se había ordenado a la celadora del departamento de reclusas que en la tarde anterior cortaran los cabellos a la mujer que había de ser ejecutada en la mañana siguiente, procurando dejar el cuello completamente despejado y libre de todo pelo. Como quiera que dicho corte no se realizó en la forma ordenada y debida, al colocar el verdugo el corbatín en el cuello de la condenada y manipular el torniquete, se enredó éste en los cabellos impidiendo la muerte fulminante como debía ser en funcionamiento normal, obligando al ejecutor a volver a colocar mejor el aparato, levantando bien los cabellos que estorbaban y consumándose así la ejecución, tras los naturales momentos de angustia de la víctima y del nerviosismo de los asistentes”. El horror llegó hasta el final. “¡Peligroso!”, se podía leer, escrito a mano, sobre algunos expedientes. “Los impresos se acabaron pronto”, detalla García Márquez.
Diez días después del golpe, el 28, fue habilitado en la orilla del Guadalquivir el barco Cabo Carvoeiro como prisión flotante, dependiente de la prisión provincial -conocida como cárcel de Ranilla por la asimilación al lenguaje popular del cercano arroyo con el mismo nombre-. “Sólo se conserva una parte de la documentación que se generó en el barco, aunque no el registro de entradas y salidas”, añade el historiador. No había lugares suficientes en la ciudad para recluir a tantas personas. Comenzó a funcionar la comisaría, que llenó todos sus calabozos; se habilitó el cine Jáuregui, donde de forma permanente hubo “algo más de 200 presos”, y el cine Lumbreras, que funcionó hasta el 14 de septiembre del 36; la comisaría de la calle Jesús fue destinada exclusivamente a mujeres. Según García Márquez, el mayor soporte fue la prisión militar de la Plaza de España: “Hubo presos hasta en la azotea de Capitanía”. Más de 200 presos aún permanecían allí cuando fue desalojada en enero del 37. Se desconoce el número total. La Delegación de Orden Público, en la calle Jesús del Gran Poder, puesta en marcha a partir del 20 de agosto del 36 fue el centro neurálgico del control de entradas y salidas.
“Los informes negativos de los capellanes tenían un peso fundamental”, aclara el historiador
Aun así, tampoco fue suficiente. Llegaron los campos de concentración: Las Arenas, en la Algaba, el Cortijo Caballero, en Guillena, Los Remedios y Guadaíra. Los presos y las presas aceptaron trabajos de todo tipo a cambio de una mejor alimentación. 50 mujeres confeccionaron 4.200 chalecos para el Ejército en menos de dos meses. El hacinamiento -entre 1939 y 1940, los presos, mientras dormían, se daban la vuelta a la vez- vino acompañado de una reducción drástica del alimento, haciendo responsable de ello a los familiares, con lo que el final de los presos procedentes de pueblos lejanos estaba más que cantado: muertos de hambre. La causa oficial del fallecimiento, sin embargo, eran enfermedades como la tuberculosis, incluso en algún caso, como explica García Márquez, en el que el propio parte médico recogía el corte de la vena del antebrazo.
El fondo documental también conserva pruebas de la reeducación religiosa a la que fueron sometidas estas personas. “Los informes negativos de los capellanes tenían un peso fundamental”, aclara el historiador. Y de ellos dependía sobre todo la libertad condicional de los presos. En un certificado consultado por García Márquez, el capellán Manuel Fuentes calificaba así la cultura religiosa de un preso: “Mínima”. Es la reconstrucción de aquellos días de hacinamientos, torturas y hambre de una cárcel de la que hoy sólo queda la fachada.
http://www.andalucesdiario.es/ciudadanxs/de-carcel-modelo/

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