jueves, 16 de mayo de 2013

Isaac Arenal, superviviente de una cárcel de exterminio

Soportó el internamiento del penal de Valdenoceda

 

Isaac Arenal

 

  14 MAY 2013

En Valdenoceda, un minúsculo pueblo burgalés de 70 habitantes, las autoridades franquistas establecieron una cárcel de exterminio, un penal donde no mataban a los reclusos. Simplemente los dejaban morir de hambre y de frío. Isaac Arenal no quiso darles a quienes le habían ganado la guerra esa satisfacción extra y tuvo una vida larga, que hasta el pasado viernes sumó 92 años. Era uno de los últimos supervivientes de aquel penal, del que no salieron con vida muchos presos.
Arenal no exageraba. Militante de las Juventudes Socialistas Unificadas le habían detenido antes de terminar la Guerra Civil y para cuando llegó a Valdenoceda había pisado ya otras tres cárceles madrileñas. Pero Valdenoceda, repetía, era “distinta”. Allí los reclusos no iban a cumplir años de condena, sino a desaparecer.
“Durante el primer invierno fallecieron todos los días tres o cuatro internos, recordaba en sus memorias. De frío, porque las cañerías se congelaban, las duchas eran con agua fría y los vigilantes tenían la costumbre de sacarlos al patio cuando llovía hasta que estaban completamente empapados y les dejaban volver a la galería, donde abrían todas las ventanas. Y de hambre: “El menú consistía en un plato de agua con color lleno de bichitos”.
Eran los propios presos los que cargaban a hombros con sus compañeros muertos hasta el exterior de la cárcel. Un vecino del pueblo recuerda ver cómo en ese trayecto los reclusos se abalanzaban sobre las patatas crudas del campo, comiéndoselas como si fueran manzanas.
Arenal recordaba especialmente la crueldad de la celda de castigo, ubicada a la altura del río. “Cuando subía el agua, el preso empezaba a gritar. Los vigilantes solo iban a sacarlo cuando tenía el agua al cuello”.
Se preguntó muchas veces por qué él había conseguido sobrevivir a aquel penal de exterminio en el que cada día veía caer a tres o cuatro compañeros y en el que otros perdieron la cabeza. Quizá por su juventud —tenía 19 años cuando ingresó en la cárcel— y porque se empeñó en no darle a su enemigo el gusto de su rendición. Fabricó un ajedrez, enseñó a otros presos, y nunca dejó de hablarles de lo que harían cuando estuvieran fuera. De llenarles la cabeza de planes.
Tras lograr sobrevivir tres inviernos a aquel penal, Arenal fue puesto en libertad condicional en 1941, y trasladado al 95º batallón de soldados trabajadores, o como él lo llamaba, de esclavos, con el que realizó trabajos forzados en Soria, Navarra, Álava, Málaga, Madrid y Sevilla.
En marzo de 2010 lloró, emocionado, al entregar los restos de sus compañeros de la prisión de Valdenoceda a sus hijos y nietos. Un grupo de expertos los había exhumado de aquella enorme fosa común en que se convirtieron los alrededores del penal. Arenal decía que, pese a todo, había ocultado en sus memorias los detalles más truculentos de su estancia allí: “Nadie creería que ocurrieron de verdad”. Para los jóvenes tenía siempre el mismo consejo: “Estudiad, trabajad y, sobre todo, ¡protestad!”.

 

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