Rafael Alberti |
Por JUAN JOSÉ TÉLLEZ 16 Diciembre 2012
De seguir vivo, Rafael Alberti habría
cumplido hoy ciento diez años. Al menos, en el Paraná de la otra vida,
se ha ahorrado el disgusto de comprobar que en vez de enterrar en el mar
a los males eternos de este país, la versión más hortera y burda del
capitalismo ha terminado enterrando aquí a los caballos cuatralbos de la
utopía.
Mañana mismo, empezaremos a pagar las
tasas judiciales para pasar de la tutela judicial efectiva a la tutela
judicial en efectivo; justicia para pobres, justicia para ricos y para
las aseguradoras que pleitearán hasta dejar con la cartera exhausta a
sus demandantes. A este paso, los presos terminarán pagando el sueldo a
los funcionarios de prisiones o los millonarios aliviarán sus condenas
por prevaricación con impuestos forzados: se librarán de la trena como
antiguamente se libraban de la mili, a cambio de cubrir parte del
presupuesto para la confección de togas y birretes. Al fin y al cabo,
los directivos de Bankia acuden ya al banquillo en coches de lujo.
Rescatamos a los bancos pero que se pudra Juan Panadero. Esta justicia
de Alberto Ruiz Gallardón bien merecería titularse El Adefesio: después
de militarizar los registros civiles y entregarlos como rehenes a los
registradores de la propiedad serán estos quienes habrán de expedirnos
en el futuro inmediato nuestra fe de vida, los certificados de
nacimiento y defunción. Lo más lógico, hasta cierto punto. Quien no
tiene nada, poca vida puede quedarle, en un tiempo donde mandan los
ángeles avaros.
Dentro de nada, los enfermos crónicos
costearán las ambulancias. El joven Alberti padecía una dolencia
pulmonar que estuvo a punto de acompañarle de por vida o de por muerte.
En aquellos tiempos, él tenía que pagarse el viajecito desde Madrid
hacia los aires limpios de la sierra de Guadarrama, en donde exiliarse
de la tuberculosis. Pero desde entonces hasta hoy se supone que han
pasado noventa años y, a lo largo de las décadas, revueltas, guerras y
posguerras, recorría el mundo un fantasma llamado la seguridad social,
que durante la transición se convirtió en un sistema de salud público,
gratuito y universal al que nosotros le llamábamos camarada.
En otro tiempo, cuando ya empezaba a ser
un poeta en la calle, Rafael sabía que los ángeles malos querían
desahuciarnos y alquilar la casa de nuestra dignidad a los viejos
señoritos de su infancia o a los nuevos patronos de este tiempo
manipulado por manifiestos, artículos, comentarios, discursos, humaredas
perdidas, neblinas estampadas. Hoy, cuando volvemos a sentir heridas de
muerte las palabras y los periodistas no sólo pierden un empleo sino un
oficio, comprendemos definitivamente que hemos sido un tonto pero lo
que hemos visto nos ha hecho dos tontos.
En esa España que dejó de galopar hace
mucho, también el saber ocupará lugar: los centros privados que el PSOE
disfrazó de concertados, terminarán de la mano del PP privatizando la
enseñanza y condenando a aquellos que no puedan disfrutar de los
colegios de pago, a un pupitre donde ningún futuro presidente de
gobierno le pueda regalar a su compañero, por poner un ejemplo, la
compañía telefónica. Ya no más, dentro de un rato, campos alegres de
batalla, en nuestras aulas, donde los adolescentes puedan decirse entre
clase y clase cúbreme amor el cielo de la boca sino la zafiedad jocosa y
puritana de “los niños con los niños, las niñas con las niñas”, para
que el amor o el deseo no les distraiga de la aritmética y los
devocionarios. El Vaticano, peligro para caminantes, prefiere que en
estos nuevos retornos de los días escolares, los alumnos comprendan el
Concordato y el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María
aunque olviden, a ser posible, la pecaminosa Educación para la
Ciudadanía y la Constitución española.
En los comedores de caridad, los hijos
de la pobreza preguntan otra vez: ¿por qué me trajiste, padre, a la
ciudad? Ya no hacen falta tiranosaurios para gobernar el mundo. En los
terribles días que corren, Alberti se habría vuelto a embarcar con María
Teresa León, en el “Mendoza” para huir de las tropas del Banco Central
Europeo como en 1940 lo hiciera de las del Tercer Reich. Y si las nubes
le llevan de nuevo a donde quiera que esté el mapa de España, el poeta
del Puerto podría preguntarse a donde van las pateras de juguete que
vuelven a hundirse entre el Africa que se desvive y la Europa que
agoniza o en donde han metido la oficina de ONU Mujeres que el Gobierno
cerró esta semana porque aunque no le costaba un euro simplemente le
molestaba. ¿Donde fueron las gentes de las esquinas que hace un año y
pico le decían al pueblo español: está muerto y no lo sabe?
Ahora sufrimos lo pobre, lo mezquino, lo
triste. Y, lo peor, es que ya no está el viejo de la gorra marinera y
de la melena de plata para contarlo. Para cantarlo. No hay jinete del
pueblo, ni caballo de espuma. Alguien galopa hasta enterrarnos en el
mar. Y es todo la muerte si va en su montura.
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