Hace
75 años, más de 35.000 hombres y un puñado de mujeres de 54 países
llegaron a España para luchar contra Franco. Estaban convencidos de que
si frenaban el fascismo podían evitar una guerra mundial. Esta es una
historia de valor y solidaridad a través de la memoria de Lise London,
la última mujer voluntaria con vida.
Lise en la localidad de Charande, en junio de 1942, un mes antes de ser detenida por la Gestapo.- |
JESÚS RODRÍGUEZ 11/12/2011
Cuando el compacto grupo de ancianos
franceses con acento español y ancianos españoles con acento francés se
arranca a entonar con rabia el vibrante himno de batalla de nuestra
Guerra Civil, se hace un silencio doloroso y toca tragarse las lágrimas.
Son los testigos de una historia que se acaba. Una gesta de ideales y
lucha por la libertad que pronto, cuando sus últimos protagonistas
desaparezcan, quedará enterrada en los manuales de historia. Hoy están
aquí. Quizá por última vez. Tienen el pelo blanco y las manos nudosas
como una vid; ondean sobre sus cabezas pálidas banderas tricolores; un
centenar de veteranos de la guerra se han reunido esta tarde de
noviembre en un rincón sin turistas de París en homenaje a los miles de
camaradas que llegaron a este lugar hace justo 75 años, procedentes de
54 países, para alistarse en las Brigadas Internacionales y luchar
durante más de dos años contra Franco en los frentes de Madrid, el
Jarama, Guadalajara, Brunete, Teruel y el Ebro. Fueron más de 35.000.
Casi un tercio reposa en España en tumbas sin nombre. Muchos iniciaron
malheridos la retirada a finales de 1938 y murieron en campos de
concentración franceses y alemanes. Los que sobrevivieron formaron una
estrecha comunidad de sangre que nunca nadie ha conseguido romper.
Eran jóvenes y no eran soldados; nunca
habían sostenido un arma; habían militado en el pacifismo y la
solidaridad entre los pueblos. Eran unos soñadores. Metalúrgicos,
estibadores, estudiantes, campesinos e intelectuales; aventureros,
revolucionarios; activistas negros americanos y judíos perseguidos por
los nazis. Por encima de su origen, combatir en la Península al Caudillo
suponía para todos plantar cara a Hitler. Creían que la Guerra Civil
era el primer asalto de una contienda mundial que se podría frenar si
Franco y sus compañeros de viaje eran derrotados en España. Para los
brigadistas, no se trataba de una simple guerra fratricida aislada en un
país frontera con África. Era el aperitivo de la catástrofe. El tiempo
les daría la razón.
Aquella guerra concluiría el 1 de abril
de 1939 con el triunfo de Franco y los ejércitos del Eje y el éxodo de
medio millón de derrotados; cuatro meses más tarde, Hitler, según el
plan previsto, invadía Polonia; doce meses más tarde, Francia, y dos
años más tarde, en mayo de 1941, la Unión Soviética. Cincuenta millones
de personas perecerían en la II Guerra Mundial. La perspectiva que
proporciona el tiempo confirma que los brigadistas fueron unos
visionarios. Antes de que existieran el derecho humanitario y la
declaración de derechos humanos, apostaron por la solidaridad
internacional con un Gobierno legítimo cuya democracia estaba siendo
pisoteada. Se adelantaron. Una idea que sintetizaría Artur London,
brigadista hasta las últimas horas de la República y uno de los
protagonistas de este reportaje, con una frase: “Se levantaron antes del
alba”.
Muchos eran parias de la tierra. Tenían
poco que perder porque no tenían nada. Dieron un paso al frente aquel
otoño de 1936. Rompieron con todo. Se convirtieron en proscritos en sus
países de origen. Era un instante crucial en el que la democracia se
resquebrajaba; no solo Alemania e Italia habían caído bajo el yugo del
fascismo. En Polonia, Hungría, Rumanía, Grecia, Lituania, Bulgaria,
Checoslovaquia, Austria y Portugal se estaban incubando regímenes
dictatoriales. La extrema derecha había mostrado sus colmillos en
Francia. En sectores del Partido Republicano estadounidense y el establishment británico
se aplaudía a Hitler. En ese instante, la mitad de España se había
rebelado contra el golpe de Estado del 18 de julio. La guerra había
comenzado. La República carecía de ejército y lo improvisaba a diario;
mientras, Franco, al mando de unas fuerzas fogueadas en África, había
alcanzado en semanas los arrabales de Madrid. Hitler humillaba a las
democracias y enviaba sus bombarderos contra los españoles saltándose
los acuerdos internacionales. Para apaciguarlo, Francia y Reino Unido
habían abandonado a la República. La Península ardía. El mundo asistía
mudo a la tragedia. Dentro de ese macabro decorado, miles de hombres
habían reaccionado y enfilado París como primera escala hacia España.
¿Por qué estaban dispuestos a jugarse la vida en un país del que no
conocían ni la lengua? Artur London daría la clave: “En Madrid, el checo
iba a luchar por Praga; el francés, por París; el austriaco, por Viena;
el alemán, por liberar su país de Hitler, y el italiano, por expulsar a
Mussolini de su país”.
Un búnker de la Guerra Civil en el parque del Oeste de Madrid; aquí llegaron los brigadistas a defender la ciudad el 8 de noviembre de 1936.- SOFÍA MORO |
Aquí se levanta desde
los años setenta la sede del Partido Comunista Francés, un bello
edificio de hormigón y cristal proyectado por el arquitecto brasileño
Oscar Niemeyer como regalo a sus camaradas franceses. Todo aquí remite
al combate contra el fascismo. La plaza en la que desemboca el cuartel
general comunista lleva el nombre de uno de los más legendarios
veteranos de las Brigadas Internacionales: el coronel Fabien, líder
desde 1941 de la Resistencia francesa contra Hitler y el primer
partisano que acabó durante la ocupación con la vida de un oficial
hitleriano. En este ambiente de familia nos encontramos con una de sus
viejas camaradas de guerrilla, Cécile Le Bihan, viuda de otro mítico
brigadista: el coronel Rol-Tanguy, el partisano al que se rindió el
ejército alemán que ocupaba París en 1944. Cécile tiene 93 años; es una
anciana erguida, digna y lúcida, con una boina calada hasta las sienes y
la Legión de Honor en la solapa. Durante cuatro años se jugó la vida y
la de su familia en la Resistencia contra la ocupación nazi. Pasaba
documentos en el cochecito de su hijo (hoy ese bebé es un sexagenario
que sonríe a su lado) y participó en sabotajes. Su compañero,
Rol-Tanguy, es un héroe nacional en Francia. “Nunca olvidó España”,
relata Cécile; “afirmaba que la experiencia más grande y enriquecedora
de su vida fue la Guerra Civil. Era un sindicalista, un hombre de
acción. Me decía: ‘Tengo dos patrias, Francia y España; nunca me he
podido sacar a los españoles del corazón’. España era para Henri como
esa bala que recibió en la espalda en el frente del Ebro, se le quedó
alojada en el omoplato y no le pudieron extraer: era parte de él”.
-¿Por qué se enroló en las Brigadas?
-Quería aprender a luchar contra el
fascismo y enseñar a otros. Se empeñó en ir a Madrid. Era un tipo duro,
un metalúrgico. No era un idealista, era un militar. Sabía que el
siguiente capítulo de aquella tragedia era París. Y no se conformaba.
Quería estar en primera línea; volvió de España herido. Nos casamos en
abril del 39. Un año más tarde, Hitler invadía Francia y volvió a
combatir.
Aquellos jóvenes brigadistas que
comenzaron a concentrarse a mediados de octubre de 1936 en París eran
tipos jóvenes, grandes, ruidosos, románticos, vitales; sin gran
formación (aunque hubiera entre ellos un grupo de escritores como
Malraux, Hemingway, Orwell o Koestler), pero muy politizados; gente del
pueblo, directos, juerguistas; cariñosos con los españoles que los
recibían como salvadores. Se sintieron como en casa. Tras escuchar las
grabaciones con decenas de testimonios de brigadistas, leer sus memorias
y charlar con los supervivientes y sus familias, se advierte un hecho
sorprendente: nunca renegaron de su aventura española; los veteranos
recordaban los años de la Guerra Civil como los más enriquecedores,
intensos y altruistas de su vida. No había amargura en sus palabras.
Ninguno se quejaba del pobre armamento e instrucción que recibieron; las
penosas condiciones de vida en el frente; la crueldad de las batallas.
No hay ninguna crítica a la discutible conducción política y militar de
la guerra por parte de la República. Ni siquiera a su retirada de España
como moneda de cambio. Para ellos, la única tragedia fue abandonar a
los republicanos a su suerte. Me lo confirma la hija de uno de ellos que
prefiere no dar su nombre: “Mi padre me contaba que cuando la República
decide a finales de 1938 que los brigadistas se vayan para intentar un
agónico acuerdo de paz, estos no querían que los españoles les dieran
las gracias; las daban ellos por haber tenido la oportunidad de
compartir el ideal de la República. Los brigadistas eran muy queridos en
España. Llegaron aclamados por el pueblo, y cientos de miles de
personas les despidieron entre flores de la misma forma el 15 de
noviembre de 1938 en la Diagonal de Barcelona. Algo bueno debieron de
hacer. Consideraban a los españoles sus hermanos. Por eso, los tres
centenares que vivían en 1996 aceptaron como un honor la decisión del
Gobierno de Felipe González de concederles la nacionalidad española”.
Lise (segunda por la derecha) con Dolores Ibárruri (en el centro).- |
De los más de 35.000 voluntarios
extranjeros que lucharon en nuestra Guerra Civil no quedan más de
veinte. Los más jóvenes han superado los 90 años. Para Marina Garde,
responsable de ALBA (Abraham Lincoln Brigade Archives), la organización
que reúne a los brigadistas estadounidenses vivos (solo cinco de los
2.800 que vinieron a España), “están muriendo los últimos y es trágico;
era gente carismática, entregada, incansable, que movía a mucha gente
con su testimonio; ahora nos toca defender esa memoria. Es un legado muy
fuerte que tenemos que salvar del olvido. Hay que crear una tradición
en torno a su memoria. Que su ejemplo sirva para que nunca nos quedemos
cruzados de brazos ante los dictadores”.
El pasado invierno murió el
último brigadista italiano; queda un superviviente en México, dos en
Argentina, tres en Reino Unido, cinco en Estados Unidos, uno en Rusia,
dos en Austria, un estonio, un israelita y cinco franceses. Estos
últimos no han podido estar hoy en París en el acto de homenaje. El
tiempo no perdona. Sin embargo, César Covo, Théo Francos, los hermanos
Vincent y Joseph Almudever y Lise London están en el corazón de todos.
Sobre todo Lise, la legendaria compañera
de Artur London; la última brigadista. Tiene 95 años. Nació como Elisa
Ricol de padres españoles en un pueblo minero francés. Los Ricol
representaban el prototipo del proletariado de comienzos del siglo XX:
pobres, analfabetos, desertores del campesinado y emigrantes. El viejo Ricol
era un picador que arrastraba la silicosis y militaba en sindicatos
comunistas. Lise nació en 1916. De niña vendía helados por las calles. A
los 15 años ingresó en las Juventudes Comunistas. Era una mujer guapa,
morena, resuelta, chispeante, con unos bellos ojos negros, un rostro de
camafeo y una estricta elegancia socialista en blanco y negro que
recuerda a Dolores Ibárruri. Firme, vehemente, doctrinaria, adicta al
debate, se iba a convertir desde joven en una profesional de la
revolución, una activista incansable, una militante dispuesta a todo.
“¡Soy aragonesa!”, aún repite con orgullo. El partido, la lucha, eran lo
primero. Santiago Carrillo, amigo de los London y durante veinte años
secretario general del Partido Comunista de España, intenta explicar esa
absoluta obediencia de los militantes de la época respecto de la organización: “Ser
comunista era algo más que ser de un partido; suponía tener fe. Había
en nosotros mucho de romanticismo. El comunismo tenía un componente
religioso, con sus santos, sus mártires y su Meca, que era Moscú. No nos
planteábamos más. Queríamos extender la revolución. Cuando perdimos esa
fe, todo se desmoronó. Lise tardó en perderla. Tuvo incluso problemas
políticos con su marido”. Artur London, en su autobiografía La confesión, describía así a su mujer y camarada: “Ha
conservado su frescura de chiquilla: hay que verla entusiasmarse,
apasionarse, tomar partido y luchar para lograr que compartan sus
convicciones los que la rodean. Pone el corazón en todo lo que hace.
Dispuesta a no importa cuál sea el sacrificio por sus amigos, es, por el
contrario, intransigente cuando se trata del deber de los comunistas.
Su confianza hacia el partido y la URSS es total. Para ella, el gran
principio de la vida militante se enuncia muy simplemente: el que
comienza a dudar del partido deja de ser comunista”.
En 1934, con solo 18 años, Lise marcha a
Moscú invitada por la Internacional para convertirse en dirigente
comunista. Lo relata Roberto Lample, de 62 años, francés, de padre
anarquista español, alma de ACER (Asociación de Antiguos Combatientes en
la España Republicana) y fiel compañero de fatigas de Lise: “Moscú fue
su escuela política; ella quería escapar a su destino de mujer
proletaria. Se dio cuenta de que si estudiaba, si viajaba, su vida
podría cambiar. La ambición de Lise era aprender. El partido le dio la
oportunidad de ir a Moscú. Y ella lo aprovechó. Era una luchadora;
estaba convencida de que el poder no se podía delegar; no había que
esperar que otros te solucionaran los problemas, había que actuar;
quería decidir su futuro. Y eso tiene plena vigencia con el movimiento
de los indignados”.
Era una fuerza de la naturaleza; una
mujer valiente, magnética, decidida; una revolucionaria que conoció a
Stalin, Tito, Pasionaria y Ho Chi Minh. En Moscú se enamoró de Artur
London, un joven comunista de 19 años, alto, guapo, elegante y
tuberculoso; un intelectual checo de origen judío que contraponía al
ímpetu descarnado de Lise un carácter calmado y reflexivo. Lise abandonó
a su primer marido (el comunista Auguste Delaune, que sería ejecutado
en los cuarenta por los nazis) y unieron su destino. Tendrían tres hijos
y compartirían 50 años de lucha, desde la URSS a la Guerra Civil; la
clandestinidad, la Resistencia en Francia, la persecución de la Gestapo,
los campos de exterminio nazis y las purgas estalinistas de los
cincuenta. Una vida intensa que llevó al cine en 1970 Costa-Gavras. Sus camaradas Yves
Montand y Simone Signoret dieron vida en la pantalla al matrimonio; del
guion se encargaría Jorge Semprún, compañero de Artur London en
Mauthausen.
Lise está hospitalizada en
una hermosa clínica construida tras la II Guerra Mundial para acoger a
los supervivientes de los campos de concentración, en Fleury-Merogis, a
una hora de París. Michel London, su hijo menor, un matemático de 62
años, se ofrece a llevarnos, aunque advierte que su madre está muy
débil. Al volante de su cascado Fiat 500 va recordando pasajes de la
vida de su familia, desde sus abuelos maternos españoles, los Ricol, que
se hicieron cargo de los hijos del matrimonio London durante su
deportación a los campos nazis y acogieron en su hogar a exiliados
republicanos, hasta la familia de su padre, judíos checos, de los que
murieron 28 miembros en los campos de exterminio. Michel London habla
sin odio. “Mi madre rara vez mencionaba los campos nazis; había visto
demasiado sufrimiento. En 2005 fuimos toda la familia a Mauthausen,
donde habían estado internados mi padre, mi tío y mi cuñado, y también
8.000 republicanos españoles y centenares de brigadistas; mi padre ya
había muerto; estábamos sus tres hijos, sus nietos y mi madre. Ella
había estado en Ravensbrück y Buchenwald, sabía de qué iba aquello; se
emocionó, pero con serenidad; no soltó una lágrima. Enseñó a los nietos
los barracones, los hornos, los pijamas de rayas… con naturalidad, sin
dramas. Ha sido siempre muy fuerte”.
Tras alistarse en las Brigadas
Internacionales en las improvisadas oficinas de la calle de
Mathurin-Moreau, los voluntarios marchaban a la estación de Austerlitz,
donde cogían un tren con destino a Perpiñán, y de allí, el salto a
España. Lise London tomó el 28 de octubre el último que atravesó la
frontera. El jefe de las Brigadas, el héroe de la revolución bolchevique
André Marty, le había ofrecido ser su traductora y asistente. Lise no
vaciló. “Reunirme por fin en España con los combatientes de la libertad…
¿Había algo más emocionante?”. El viejo Ricol profirió al
despedir a su hija: “Lise se va a la tierra de sus padres a cumplir con
su deber”. Viajaban en el convoy 2.500 hombres y un par de mujeres. Tras
ellos, la frontera quedaría cerrada por los franceses para evitar la
llegada a España de más voluntarios extranjeros. Los que quisieran
alcanzar el frente deberían cruzar ilegalmente los Pirineos con la ayuda
de partisanos, como harían Artur y miles de voluntarios más.
Tras un par de jornadas
de viaje, Lise y el resto de aquellos primeras voluntarios llegaban vía
Barcelona hasta Albacete, la ciudad que la República había dispuesto
como cuartel general de las Brigadas. Estaba embarazada de tres meses.
Artur continuaba trabajando para la Internacional en Moscú e intentaba
salir de la URSS para reunirse con ella en España y combatir a Franco.
No sabían absolutamente nada el uno del otro.
En octubre de 1936, Albacete era un
poblachón manchego parado en el tiempo. Para convertirse en centro de
operaciones de las Brigadas tenía a su favor ser un enclave
políticamente seguro, lejano del frente y a mitad de camino de Madrid y
Valencia. La ciudad ha cambiado en estos 75 años, pero en el centro se
conservan los escenarios que contemplaron por primera vez los
brigadistas al desfilar aclamados por la multitud: el parque de Abelardo
Sánchez, la calle Ancha, el Banco de España, la plaza del Altozano, la
plaza de toros o el Gran Hotel, donde se emplazaría el Estado Mayor de
las Brigadas y trabajaría Lise. En las siguientes semanas, los
brigadistas serían divididos por lenguas y enviados al campamento de
instrucción de Pozo Rubio, a media hora de la capital, en un bosque
expropiado a un terrateniente donde se construyeron toscos barracones de
madera. En la zona no se conserva ni un solo recuerdo de los
brigadistas; tampoco en las localidades limítrofes (que visitamos junto a
Fernando Robetta, del Centro de Estudios y Documentación de las
Brigadas Internacionales), donde estuvieron alojados en casas de
familias de esos pueblos. Robetta describe a los brigadistas: “Era gente
dispuesta a todo. Con corazón, una disciplina brutal, ilusión, ideales,
valor; eran revolucionarios seguros de su papel, repletos de un
entusiasmo que transmitían a los mismos españoles. Se convirtieron en un
símbolo a imitar por los milicianos”.
Cuando se pregunta a los vecinos de
Madrigueras, Tarazona, Mahora o Casas Ibáñez sobre aquellos brigadistas
del 36, no hay grandes testimonios, pero tampoco nadie conserva un mal
recuerdo. Son como parientes en sepia que un día marcharon lejos y de
los que nunca nadie volvió a saber. Uno de aquellos brigadistas dejó su
nombre grabado en la puerta de una casa de Madrigueras; sus propietarios
no lo borraron; guardan la inscripción con cariño: “Berti Neville,
London. February 37. Communist Party of Great Britain”. “Posiblemente
murió en la batalla del Jarama, en febrero de 1937, como la mayoría de
los brigadistas británicos”, nos explica el historiador Justin Byrne,
que nos acompaña en el viaje.
Lise London está dormida. Es una anciana
guapa; tiene el pelo fino como la seda y la tez tersa. Cuando despierta
y sonríe, uno se encuentra en esos ojos negros castigados por el tiempo
con la brigadista del 36. Cuando le pregunto si aún se considera
comunista, contesta tajante en francés: “Soy comunista, pero no por
política; ya rompí el carné. Lo soy por no traicionar el recuerdo de
aquellos camaradas que compartieron nuestros sueños y murieron por la
libertad”.
Foto de la ficha de la Gestapo de Lise de 1942.- |
-¿Cómo recuerda las Brigadas?
-Fue el mejor momento de mi vida.
Siempre han estado en mi recuerdo. Todo me lleva a las Brigadas, a los
viejos amigos; sueño con ellos. España fue un ideal, nuestro ideal más
querido, y sigue siendo válido.
A las dos semanas de llegar
a Albacete, la primera brigada de voluntarios internacionales, la XI,
fue enviada con urgencia a Madrid. Estaba formada por 2.000 eslavos,
balcánicos, escandinavos, polacos, húngaros, checoslovacos, alemanes y
austriacos; apenas tenían formación militar, armas ni uniformes; su
único distintivo eran las boinas; detrás iría la XII, integrada por
alemanes, italianos y franco-belgas. Las tropas marroquíes de Franco ya
habían alcanzado la Ciudad Universitaria. Estaban a un tiro de obús de
la Puerta del Sol. La noche del 6 de noviembre, el Gobierno de la
República había huido a Valencia y creado una fantasmal Junta de Defensa
formada por jóvenes y desconocidos militantes de izquierdas a las
órdenes del general Miaja y el coronel Rojo. Santiago Carrillo, un
comunista de 21 años, era responsable de Orden Público. “Franco sabía
que si Madrid caía, caía la República; y atacó”, recuerda Carrillo.
“Madrid era el centro de gravedad de la contienda; si resistíamos,
podíamos ganar la guerra; si se perdía, se hundiría la resistencia.
Permanecer en Madrid en noviembre del 36 era estar listo para el
sacrificio. El que se quedaba estaba dispuesto a luchar. Cuando todo se
daba por perdido, el 8 de noviembre de 1936 llegaron los brigadistas.
Subieron en formación por la calle de Atocha y la Gran Vía en dirección a
la Casa de Campo. Eran unos miles, pero a la gente de Madrid les
parecieron millones. Desfilaban por Madrid cantando La Internacional en
todos los idiomas y con el puño en alto; y con ese gesto elevaron la
moral de los madrileños. No estábamos solos. Ese día se creó la leyenda
de ¡No pasarán! Fueron directos a morir a la Casa de Campo. Los
brigadistas tuvieron un papel militar no exento de importancia; pero
quizá más romántico y político que militar, porque la guerra la hicimos
los españoles. En cualquier caso, en 1936 Franco no entró en Madrid”.
Carrillo y Lise London se conocieron
durante aquellos días en el frente de Madrid durante un viaje de
inspección de André Marty a sus brigadistas. Era el bautismo de fuego de
la joven revolucionaria. Se iba a enfrentar sin pestañear a los
tableteos de las ametralladoras y los bombardeos sobre la población
civil; sería testigo de los miles de mujeres y niños refugiados en las
estaciones de metro y sentiría las balas silbando sobre su cabeza en la
Ciudad Universitaria; cuando se despidió de Carrillo, este le regaló un Quijote que aún conserva. Su amistad ha resistido 75 años.
Los brigadistas habían frustrado la
ofensiva franquista. En pocos días se habían convertido en fuerzas de
choque disciplinadas y admiradas por los republicanos. Un modelo a
seguir. Combatirían en todos los frentes hasta su retirada a finales del
38. Tras su estancia en el frente de Madrid, Lise, embarazada de cinco
meses, perdería su hijo. En 1937 se reencontraría en Valencia con Artur,
que, enfermo de tuberculosis y fumador compulsivo, se encargaría de
misiones de inteligencia y propaganda en las Brigadas. Aquel terrible
invierno de finales del 37, bajo los bombardeos alemanes, con apenas qué
comer, la pareja concebiría en Albacete a su hija Françoise: “Temíamos
el momento de meternos entre las sábanas húmedas y heladas; cuando le
explicaba a Françoise, ya grandecita, que nos la habíamos traído de
Albacete, le dije bromeando: ‘Hacía tanto frío en la cama que papá y yo
teníamos que abrazarnos muy fuerte para calentarnos. Y así fue como te
dimos la vida”, relataría Lise en sus memorias Roja primavera.
La guerra estaba perdida.
En octubre de 1938, los brigadistas eran desmovilizados, cruzaban la
frontera y eran internados en campos de concentración franceses. A
finales del verano del 38, Lise, en el tramo final de su embarazo, había
sido evacuada. La seguiría Artur en marzo de 1939 con las tropas de
Franco pisándole ya los talones. Tras la derrota se iniciaba un nuevo
episodio de la tragedia de los brigadistas. Aquellos soñadores que
habían luchado por la libertad en España no podían regresar a Alemania,
Austria, Checoslovaquia ni Italia, gobernadas por Hitler y Mussolini.
Tampoco a Rumanía, Bulgaria, Yugoslavia, Hungría ni las repúblicas
bálticas. Serían represaliados en Brasil, Argentina, Suiza, Canadá y
Bélgica por haber combatido junto a un ejército extranjero. Estaban
incluso bajo sospecha en Francia, Irlanda y Reino Unido. Se habían
convertido en un mito incómodo; héroes de una revolución perdida;
miembros de un club de malditos sin fronteras; había que extirparlos del
planeta. Fieles al juramento que hicieron a su llegada a Albacete:
“Estoy aquí porque soy voluntario, y daré si hace falta hasta la última
gota de mi sangre para salvar la libertad en España y la libertad del
mundo”, pasarían a la clandestinidad y servirían en la resistencia
contra los nazis en toda Europa. Tras la II Guerra Mundial todavía
serían purgados en la URSS y sus satélites acusados de espionaje y cosmopolitismo (como
le ocurriría a Artur London, preso y torturado entre 1951 y 1956) y, al
tiempo, víctimas de la caza de brujas en Estados Unidos por
“actividades antiamericanas”.
La clandestinidad, los nombres y papeles
falsos, los pisos francos, el rescate de comunistas, la propaganda
antifascista, los sabotajes y la lucha armada fueron el destino del
matrimonio London y otros muchos republicanos y veteranos de las
Brigadas tras la ocupación de Francia por Hitler en junio de 1940. El 1
de agosto de 1942, Lise recibió órdenes de provocar un levantamiento
popular contra los nazis en unos almacenes de la parisiense calle de
Daguerre. La noche anterior, Artur y ella no durmieron. Hicieron el amor
hasta el alba. “¿Presentíamos que no íbamos a vernos durante mucho
tiempo, tal vez nunca más?”. La acción subversiva de Lise fue un éxito;
llamó al pueblo de París a la “lucha armada”. Hubo un tiroteo y varios
policías muertos. Once días más tarde, Lise y Artur eran detenidos. Lise
era bien conocida por la Gestapo; tenía todo en contra; sin embargo, la
policía no pudo dilucidar quién era Artur. Tenían sospechas, pero no
constaba en el fichero; no sabían que era un agente comunista ni un
exbrigadista; era un clandestino perfecto y solo fue condenado a
diez años de trabajos forzados. Acusada de asesinato, asociación de
malhechores y actividades comunistas, el destino de Lise era la
guillotina. Sin embargo, algo se les había escapado a los nazis: estaba
de nuevo embarazada. Desde el día en que fue concebido, la noche
anterior a su acto terrorista de la calle de Daguerre, su hijo estaba
destinado a salvarle la vida. Le condenaron a cadena perpetua. Lise lo
resume así: “¿Acaso no es un milagro? A cambio de darle la vida, mi hijo
salvará la mía”. Artur y Lise serían deportados a Mauthausen y
Buchenwald hasta el final de la II Guerra Mundial, en mayo de 1945.
Habían formado parte de la Operación Noche y Niebla, iniciada por los
nazis para hacer desaparecer a los sujetos indeseables. Ni la maquinaria nazi pudo con ellos.
A comienzos de este mes, Lise ha vuelto a
su hogar. Un piso de clase media con un aire soviético, tapizado de
libros, en cuyo portal una placa con la Legión de Honor recuerda que
allí vivió Artur London, “que estuvo en todos los combates por la
libertad y los derechos humanos”. Murió en 1986. Lise no ha logrado
olvidarle. Pero cuando le pregunto si toda aquella lucha, si todo ese
sufrimiento valió la pena, se incorpora, se echa la mano al corazón, me
mira a los ojos y le brotan sus ancestros aragoneses: “¡Por supuesto!
Combatimos por la libertad. ¡Valió la pena!”.
El País.com
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