Pepa Martínez 14 Diciembre 2011
La Señora Antonia, bondadosa anciana de cabellos blancos, siempre vestida de negro, nos regalaba caramelos de Hellín a los niños y niñas de la calle.
La Señora Antonia pasaba las tardes haciendo ganchillo en el recibidor de su casa mientras su marido leía el periódico. De vez en cuando levantaba la vista de la labor para dirigir miradas fugaces al interior de la contigua habitación ocupada por un despacho de estilo castellano, mientras emitía un profundo suspiro y decía en voz baja: "¡Ay mi Bartolico!"
Su Bartolico... su hijo Bartolo había sido maestro de escuela; un maestro amante de su profesión, un maestro progresista, de los que tantos había antes de la guerra. Su hijo Bartolo tenía una novia con la que cortó las relaciones, sin que nadie supiera la causa; no había habido ningún disgusto entre ellos, que se supiera; simplemente, debió darse cuenta que no era la mujer de su vida, y terminó con el noviazgo, así, sin más.
Pasado un tiempo, volvió a enamorarse, se hizo novio de otra chica y se casó con ella al cabo de un par de años. Al poco de esto, estalló la guerra.
Cuando el conflicto terminó, mucha, muchísima gente, se valió de la delación como instrumento de venganza, como medio de dar salida a los rencores...
Nadie podía imaginarse que la antigua novia de Bartolo hubiese albergado durante tantos años un resentimiento tan grande por lo que había considerado una ofensa imperdonable. Esta mujer despechada recurrió a la denuncia como medio de venganza: Apenas había sido tomada la ciudad, cuando denunció a Bartolo, su antiguo novio, por rojo, y fue apresado inmediatamente.
¡Ay, mi Bartolico! repetía la Señora Antonia recordando el dolor de aquellos días, recordando a su nuera cuando acudió a contarle que un guardián de la prisión le había mandado recado de que iban a fusilar a Bartolo al amanecer.
Era noche cerrada, cuando las dos mujeres emprendieron el camino desde Los Molinos en dirección al cementerio de Santa Lucía, donde les habían dicho que tendría lugar la ejecución.
- ¿Llegaremos a tiempo? ¡Corra madre! ¡Vayamos más deprisa! ¡A ver si llegamos!
- ¡Ay, mi Bartolico! ¿Por qué? ¿Por qué me lo van a matar?
- ¿Por qué nos habrán avisado tan tarde? ¡Corra madre! ¡A ver si llegamos a tiempo!
Y las dos mujeres corrían, corrían llevando el hatillo con la mortaja para Bartolo, corrían y corrían, seguían corriendo aunque les faltaba el aliento...
Casi un kilómetro les separaba del cementerio, cuando oyeron las detonaciones.
Cuando llegaron, los cadáveres yacían amontonados, esperando la llegada de los enterradores. Las dos mujeres escarbaron entre los cuerpos sin vida, buscando el de su hijo y esposo. Lo sacaron arrastrando, lo alejaron del lugar en que yacían los demás, asearon su cuerpo entre sollozos, le vistieron con el traje oscuro que habían traído con ellas, mientras lloraban con desconsuelo y la vieja repetía, como una letanía:"¡Ay, mi Bartolico!"
Hace unos días, terminé de confeccionar el trozo de bufanda que hice en memoria de mi abuelo. Recordé entonces a la Señora Antonia y su repetido lamento: "¡Ay, mi Bartolico!" Su hijo Bartolo no tuvo nietos ni hijos que lo recordaran, que tejieran un trozo de bufanda en su memoria, y entonces, comencé a tejer un nuevo fragmento, esta vea, para recordar a ese fusilado que no tiene quien lo recuerde. Cuando terminé mi labor, la acompañé de una nota que decía:
A
la memoria de Bartolomé Buforn, denunciado por rojo por una novia
despechada, que fue fusilado en 1939 junto a la tapia del cementerio de
Santa Lucía
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