Artículo de Iñaki Egaña, historiador
11 Junio 2011
En
ella, su director no hace si no seguir al pie de la letra el capítulo
séptimo del libro de Alfredo Grimaldos titulado «La CIA en España».
Según Grimaldos, «es difícil encontrar a alguien que sos- tenga que
sólo ETA estuvo implicada en la voladura de Carrero». Esta tesis es la
misma que lanzó Arias Navarro, sucesor de Carrero, a las semanas del
atentado. Nada nuevo, por tanto.
El
teorema de la conspiración tiene un recorrido recurrente a pesar de
que pueda parecer de reciente cosecha. Un cartel de los «indignados» en
Donostia lo explica a la perfección: «No a las sociedades secretas. No
a los auto-atentados del 11S (Nueva York), 11M (Madrid) y 7J
(Londres)». Las sociedades se rigen, según este teorema, por grupos en
la sombra que controlan todo lo que se mueve bajo el sol. Antes fueron
los templarios, más tarde los masones y hoy en día la CIA. El ojo de
Dios. O el del Gran Hermano. Elvis no murió en Memphis y vive de
incógnito en Argentina, ni tampoco Armstrong puso el pie en la luna sino
en un estudio de Hollywood.
Carrero Blanco y Henry Kissinger |
Los
argumentos de estas teorías conspirativas en relación a la muerte de
Carrero, al margen de las del libro de Grimaldos, parecen recaer en las
dudas que plantea el Sumario 142/73 de Madrid cuyas pesquisas no
concluyeron en juicio (Ley de Amnistía de 1977), en el interés de la
familia de Carrero de cargar las tintas
en los fallos en la vigilancia y contravigilancia del almirante, en la
exculpación de los mandos militares de entonces (Iniesta Cano, San
Martín, Cassinello, Quintero...) y, sobre todo, en presentar a Euskadi
Ta Askatasuna como una cuadrilla de cavernícolas sin ninguna capacidad
táctica y, por supuesto, estratégica.
Un
programa de televisión dedicado a detectar marcianos y fantasmas
añadió hace unas semanas una quinta fuente de conspiración, en línea con
su carácter: EEUU se había enfadado con España, en especial con su
presidente Luis Carrero, porque el almirante dirigía un proyecto
ultrase- creto, el de la fabricación de la bomba atómica, a espaldas de
Washington. Sólo dos potencias eran capaces entonces de hacerlo, EEUU y
la URSS. ¿Significaba ello que Carrero había caído en poder de los
soviets? Por tanto, ¿los americanos estaban obligados a eliminar al
delfín de Franco?
Siempre que ETA ha efectuado algún atentado fuera de lo previsible, la reacción gubernamental para
paliar las críticas hacia la falta de previsión de sus servicios
secretos ha sido la de implicar su paternidad a agentes extraños. Un
rápido repaso de hemeroteca lo corroborará. ETA ha ejecutado acciones
más complicadas que la de Carrero, incluso en los atentados en Madrid
contra el jefe de la oposición Aznar (el coche del líder del PP estaba
blindado y el de Carrero no) o en Mallorca contra el rey. En Madrid mató
entre la muerte de Franco y la entrada en la OTAN a una decena de
militares de graduación cercana a la del almirante y en 1988 sostuvo el
probablemente mayor pulso de su historia: el secuestro del industrial
Revilla durante 249 días.
En
julio de 1986, ETA atacó la sede del Ministerio de Defensa, en Madrid,
con 12 granadas, dos de las cuales llegaron a penetrar incluso en el
interior. «Abc» dijo que «el centro de las Fuerzas Armadas era el mejor
custodiado de España». Nadie habló, que se sepa, de implicación de
Washington en el atentado. En abril de 1982 ETA dinamitó la sede
central de Telefónica en Ríos Rosas, en Madrid. Casi un millón de
abonados y 6.000 sucursales bancarias se vieron afectados. ¿Estuvo Moscú
detrás del ataque? Ni siquiera «Interviú» lo insinuó.
Los
argumentos de la conspiración son fácilmente desmontables. El primero,
el de la ausencia de controles tras el atentado, es una falacia. Tras
los hechos, Carlos Iniesta Cano, director general de la Guardia Civil,
envió un telegrama a todas las comandancias territoriales que
finalizaba con un inquietante mensaje: «Caso de existir choque o tener
que realizar acción contra cualquier elemento subversivo o alterador
del orden, deberá actuarse enérgicamente, sin restringir ni en lo más
mínimo el empleo de sus armas».
Así
fue. La Policía y la Guardia Civil pusieron centenares de controles en
carreteras y caminos. En la madrugada del día mismo del atentado, 20
de diciembre de 1973, la Policía abrió fuego en Madrid contra un joven
de 19 años, Pedro Barrios, en quien creían haber identificado a Iñaki
Mujika Arregi, Ezkerra. A consecuencia de las heridas, Pedro Barrios
fallecería quince días más tarde. Vayan a la prensa y lean cómo «uno de
los jefes militares de ETA» había resultado herido en la explosión que
había provocado la muerte del presidente español. Cuando comprobaron
que Barrios no era Ezkerra, la noticia desapareció de los diarios.
En
Madrid, decenas de jóvenes vascos que se encontraban realizando el
servicio militar fueron detenidos. En Baiona, Hendaia y Donibane
Lohizune, la Gendarmería hizo numerosas detenciones, entre ellas la del
que decían era jefe militar de ETA, Juanjo Etxabe. En Donostia, la
Policía había matado a Josu Artetxe, militante de ETA. En la nota
oficial se dijo que Artetxe se había suicidado para no contar datos de
la operación contra Carrero.
La
implicación norteamericana se cae por su peso. Toneladas de
documentación desclasificada, decenas de biografías y hagiografías, y ni
una sola línea que apoye la tesis conspirativa. Como se ha aireado
recientemente, Kissinger se reunió con Carrero Blanco en los días
anteriores al atentado. Según los conspiradores, la reunión fue un
fracaso. Carrero se enfrentó a Kissinger. Tal y como hizo Franco con
Hitler en Hendaia en 1940. Mala ficción. Las relaciones entre Washington
y Madrid eran excelentes. Vernon Walters, entonces director adjunto de
la CIA, lo cuenta en sus memorias («Silent Missions») e incluso se
declara admirador de Franco.
Desde
las negociaciones para el establecimiento de bases norteamericanas en
suelo español, las relaciones entre Washington y Madrid no tenían
secretos. Los puestos clave de la inteligencia y del Ejército español
estaban en manos de hombres profundamente franquistas y a la vez
americanistas. Algunos de ellos, incluso, se habían formado en EEUU.
Cuando el golpe de 1981 se iba a probar cuán cerca estaba Washington de
los hombres más conservadores y retrógrados del Ejército español. Los
sucesores de Carrero.
Desde
el año 1953, Estados Unidos siempre ha apoyado en España la opción más
conservadora de entre las posibles. Sin excepciones. La percepción de
España como un territorio susceptible de quedar bajo control de fuerzas
y sindicatos comunistas era la principal preocupación de Langley en
los años 70. Cualquier ataque al régimen se consideraba apto para la
desestabilización y, por tanto, de alto riesgo. Mientras todo el
aparato de Información del régimen franquista ligaba la insurrección
vasca al comunismo, EEUU ya señalaba que la estrategia de ETA,
comunista, era similar a la que había teorizado el brasileño Marighela,
que la acción del Estado hiciera imposible la vida a los ciudadanos:
acción-represión-acción.
Ésta es la misma lectura que hizo Andrés Cassinello. Como es sabido, Cassinello fue el padre del famoso Plan ZEN.
A comienzos de 1960, Andrés Cassinello desplazó su residencia a EEUU.
En Fort Bragg (Escuela de Guerra Especial del Ejército de USA en
Carolina del Norte) se diplomó en Contrainsurgencia, primero, y en
Operaciones contra-guerrillas, más tarde. Cassinello sería el último
jefe de los servicios secretos franquistas (SECED) creados por Carrero.
Hombre de Washington en Madrid.
Poco
después de la muerte de Carrero, Cassinello concluyó «Subversión y
reversión en la España actual», un grito contra el «debilitamiento
progresivo» del sistema. Franquista radical. El trabajo encajaba
perfectamente en los postulados de aquella Red Gladio, la red invisible
promocionada por los norteamericanos, para preservar el mundo del
comunismo. La extrema derecha de la derecha. Como novedad, en este
manual sobre el modo de encauzar la «cruzada» anti-comunista Cassinello
dedicaba un capítulo a ETA y a sus objetivos: «No producir víctimas
entre la población adicta o neutral; aparecer como los valedores ante
las supuestas injusticias del Estado; lograr eco favorable en los medios
de difusión internacionales y ridiculizar la acción de las Fuerzas de
Orden Público, poner en evidencia sus dificultades operativas y mostrar
que ETA domina el terreno cuando se lo propone».
Con
una sintonía total entre Washington y Madrid, un miedo visceral al
comunismo y a todo aquello que supusiera cualquier movimiento antes de
la muerte de Franco, ¿deseaba la CIA la desaparición de Carrero? Mucho
me temo que fue la misma agencia la que había dado el visto bueno a su
nombramiento como presidente mientras «maduraba» al príncipe. No hay
que olvidar que el sucesor de Carrero sería Arias Navarro. De Guatemala
a guatepeor. Fascistas ambos convencidos.
Nadie
recuerda, se supone que intencionadamente, que ese mismo día del 20 de
diciembre comenzaba a celebrarse en la misma ciudad de Madrid el
Proceso 1001 contra la dirección de CCOO. Y que todas las miradas
estaban puestas precisamente en el juicio contra la dirección del
entonces sindicato comunista. Y que la capital hispana ofrecía una gala
hipócrita frente a las numerosas delegaciones y medios europeos.
Policías, espías y chivatos andaban tras los sindicalistas.
La
imagen de una organización separatista vasca sin apenas capacidad de
análisis estratégico y muy limitada en el aspecto operativo ha sido una
constante a la que se han sumado la mayoría de los grupos
antifranquistas. Algo estaban haciendo mal cuando ETA llegó a
convertirse en la referencia política contra el dictador, despertando
simpatías en numerosos sectores sociales. Excepto UGT y CNT, todas las
formaciones históricas y nuevas, incluidas LCR y MCE, criticaron la
acción de ETA.
Santiago Carrillo fue el primero en lanzar la tesis de los americanos. Carrillo
sabe que trabajar para los americanos era el peor epíteto que podían
lanzar a sus contrincantes para descalificarlos. Jesús Monzón, jefe de
la guerrilla pirenaica y dirigente del PCE, fue descalificado por
Carrillo tras llamarlo «trabajador a sueldo del imperialismo
norteamericano». La cantinela de la época.
El
mensaje de fin de año de Franco aplicó los mismos tonos que los
diarios del régimen: «La violencia de una pequeña minoría, postulada
desde el exterior, que a nadie y nada representa, se ahoga en la madurez
del pueblo español, cuya serenidad y confianza se asientan en la
seguridad de que los órganos del Estado administran justicia y aseguran
el orden bajo el imperio de la ley. Las instituciones han funcionado
insertadas en nuestro pueblo».
Las
noticias de la prensa española fueron pueriles. Uno de los bulos
mayores fue el de la presencia de un ingeniero sueco en minas que habría
preparado el túnel de Claudio Coello. Lo único cierto al respecto es
que ETA había enviado a América a varios de sus militantes para aprender
de los Tupamaros las técnicas de zulos y túneles.
El
resto de los argumentos son obvios. Iñaki PérezBeotegi, Wilson,
fue detenido y torturado brutalmente en julio de 1975 en Barcelona.
Según Granados y Bardem, su declaración policial sirve para construir
los detalles del atentado. En enero de este año de 2011, Xabier
Beortegi, detenido en Iruñea por la Guardia Civil, dijo que, tras las
torturas, «hubiera dicho que hasta maté a Manolete». Wilson torturado
afirmó que un desconocido le dio un papel en un bar indicándole el
objetivo. Gracias a «Operación Ogro», de Eva Forest, sabemos que
declaración policial y realidad fueron bien distintas.
En
el libro, Julen Agirre (Eva Forest) entrevistó a los miembros del
comando que participaron en la muerte de Carrero. Sobre el origen de la
información que ubicaba al almirante en la iglesia de los jesuitas de
la calle Serrano, los entrevistados esquivaron la pregunta en dos
ocasiones. Pero afirmaron tajantemente que la informa- ción «llegó a la
dirección. Nosotros nos limitamos a comprobar lo que nos pidieron. Pero
la vía no la conocemos». Estaban protegiendo las fuentes.
Meses
más tarde, la Policía detuvo en Madrid a 19 personas, a las que acusó
de formar parte de la infraestructura de ETA en la capital del Estado.
Entre ellas, Alfonso Sastre, Lidia Falcón, Antonio Durán, Eliseo Bayo,
Mari Paz Ballesteros y la propia Eva Forest, la autora del libro en el
que se detalla el atentado. La mayoría de ellos eran disidentes del
PCE. Cuando ingresaron en prisión, el Ministerio de Gobernación les
acusó de haber identificado al objetivo y de haber participado en los
preparativos del atentado que acabó con la vida del presidente del
Gobierno español, compañero inseparable del dictador Franco desde los
inicios de la rebelión que le llevó en 1939 al poder. La muerte de
Franco en 1975 les evitó de esa condena a muerte que estaba dictada ya
antes de un juicio que nunca se celebró.
(Gara. 11 / 06 / 2011)
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