lunes, 18 de julio de 2011

Niños frente al pelotón de ejecución

La Guerra Civil segó la vida de cientos de menores. Sus historias permanecen en el olvido. Muchas veces, la falta de descendencia apaga la llama del recuerdo 

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Ofrenda de flores en la fosa de Menansalbas, donde se encontró el cadáver de Félix Gálvez. Foto: F E Foro por la Memoria
MARÍA COMES y MARÍA CENTENO 17 Julio 2011
Mercedes González contesta al teléfono rápidamente, como si estuviera esperando a que alguien la llamara para poder contar la historia que su madre le narró antes de morir. Es la historia de su tío, Dionisio Martínez, que siendo solo un niño conoció la muerte. Su crimen, ser hijo de un hombre de izquierdas. Había regresado al pueblo por vacaciones y esos dos meses de verano eran la antesala de su adolescencia. En septiembre iba a cumplir 14 años y empezaría a estudiar en otro colegio, el de San Juan de Dios, en Madrid. “Estaba muy emocionado”, dice Mercedes recordando el testimonio de su madre. Pero Dionisio nunca llegó a esa escuela. Nunca se hizo adulto.
La madre de Mercedes oyó cómo le pegaban cinco tiros a su hermano pequeño sin poder intervenir. Luego escuchó cómo arrastraban el cuerpo. Nunca lo encontraron. “Con el tiempo, llegamos a la conclusión de que lo tiraron a los alrededores de Fuentecén [a una hora de Burgos], porque se desviaron para volver a Aranda de Duero (Burgos)”.
Niños que nunca crecieron, adolescentes que nunca llegaron a madurar e historias, escondidas en las fosas, en las que el protagonista es un pequeño de no más de 13 años.
Félix Gálvez tenía esa edad cuando le mataron. Era una tarde de julio de 1939 y la guerra había acabado. Los hombres del pueblo volvían a casa, a Menasalbas (Toledo), cabizbajos y abatidos por la victoria del Frente Nacional. Regresaban con sus familias sin imaginar que su vida terminaría esa noche.
Oyó cómo le pegaban cinco tiros a su hermano. El crimen del niño de 13 años era ser hijo de
un hombre de izquierdas
Pedro Gálvez, de apodo Reniega, era uno de esos hombres, aunque solo contaba con 17 años. Su hermano pequeño, Félix, quiso ir a recibirlo con el puño en alto, como lo hacían los republicanos, pero el pueblo había cambiado de bando. De republicano a nacional. Los amigos y vecinos se convirtieron en verdugos. Y Félix fue una de las víctimas.
Los soldados republicanos aún no habían puesto un pie en su casa cuando fueron sorprendidos por escuadrones de vecinos falangistas. Se los llevaron a una pequeña casa cuartel y allí los torturaron. Entre los detenidos había cuatro menores, tres identificados: Juan Gómez, de 16 años; Pedro Gálvez, de 17, y su hermano Félix, de 13. En la madrugada del 3 al 4 de julio, a Félix lo ataron junto con el resto de detenidos y los condujeron al cementerio, a la tapia que durante los siguientes 72 años sería su tumba.


Los hermanos Gálvez tuvieron un golpe de suerte cuando uno de los detenidos consiguió desatar la cuerda que los apresaba. Vieron su oportunidad y salieron corriendo campo a través. Pedro había estado en el frente y sabía manejar la situación. Corrió hasta desaparecer en la sierra sin darse cuenta de que su hermano pequeño no le seguía. Félix había puesto rumbo a casa. Un vecino que lo vio lo denunció. Los falangistas no tardaron en apresarlo de nuevo. Fueron a la tapia del cementerio y le pegaron varios tiros antes de arrojarlo a la fosa junto con los otros fusilados.
“Fue una vergüenza lo que pasó en ese pueblo”. Antonia Moreno relata el horror que sufrieron sus familiares, entre los que estaba Félix. Sentada en el salón de su casa de Toledo, a 38 kilómetros de Menasalbas, recuerda la historia tal y como se la contaba su padre, Serapio Moreno, primo de Félix y Pedro. Lo que pasó la noche de los fusilamientos se supo gracias a que Pedro consiguió escapar.
Carlos, el hijo de Antonia, comenta que Félix, a pesar de ser un crío, tenía vocación política. “Pertenecía a la UGT. Durante la guerra era aficionado a dar mítines por las calles del pueblo”, cuenta. Su madre, Antonia, sentencia que eso no es motivo para fusilar a un niño: “¿Qué mal puede hacer un chiquillo de 13 años?”.
Abrir una fosa conlleva muchos problemas: luchas con los Ayuntamientos y con los vecinos, conseguir los medios para iniciar la exhumación... Una vez se resuelven llegan otros: identificar los cuerpos y, lo que es todavía más difícil, determinar los años que tenían en el momento de su muerte. Marina Martínez-Betinillos, estudiante de Antropología, llegó a Fontanosas (Ciudad Real) para realizar esta tarea como objeto de su tesis doctoral. “Es muy complicado. La edad se precisa analizando los dientes molares, y en muchas ocasiones se les han caído”, explica. Cuenta que hay otras fórmulas para averiguarla, como examinar la parte de la pelvis, el cráneo y la longitud de los huesos, pero estas pautas son menos fiables. Nada como los dientes. Si le ha salido el tercer molar, tiene 18 años o más.
Julián López, doctor en Antropología Social por la Universidad Complutense de Madrid, opina que las fuerzas nacionales intentaron hacer pasar por mayores de edad a los niños fusilados. “Eran casos mucho más duros y con una contestación social mucho mayor, incluso en una dictadura”, señala. Además, el franquismo intentaba ofrecer una imagen positiva de los niños, aunque fueran hijos de vencidos. “Por eso lo ocultaban”, concluye López por teléfono.
Julián López, doctor en Antropología Social por la Universidad Complutense de Madrid, opina que las fuerzas nacionales intentaron hacer pasar por mayores de edad a los niños fusilados. “Eran casos mucho más duros y con una contestación social mucho mayor, incluso en una dictadura”, señala. Además, el franquismo intentaba ofrecer una imagen positiva de los niños, aunque fueran hijos de vencidos. “Por eso lo ocultaban”, concluye López por teléfono.
Lo demuestran unos documentos de la Memoria Histórica de Valladolid. A Celedonio Maroto, de 16 años, lo fusilaron por ser socialista. Fue detenido el 28 de agosto de 1936 en Ataquines (Valladolid) junto a otros 10 vecinos del pueblo. Al día siguiente, los sacaron del calabozo para llevarlos a la cárcel de Salamanca, pero en el kilómetro 19 de la carretera de Peñaranda el coche paró y allí mismo los ejecutaron. Un peón que trabaja en aquella zona recogió los cuerpos en un carro y los llevó a Fuente el Sol, también en Valladolid. Intentó enterrarles en el cementerio, pero las autoridades locales lo evitaron. Prefirieron meterlos en una fosa en el extramuro del camposanto. Sesenta y nueve años después, entre el 16 y el 19 de marzo de 2005, fue posible exhumar los cuerpos y contar la historia de Celedonio.
Juan Gómez Sánchez, de 16 años, era pastor y no enarbolaba ninguna bandera. Estaba en el lugar equivocado en el momento inapropiado. Así lo cuenta Salud Gómez mientras juguetea con el hueso de un níspero en su casa de Menasalbas. Para ella es duro recordar la historia que se llevó a su tío Juan. Sus ojos azules hablan por sí solos.
Juan regresaba del monte con su madre y sus ovejas cuando un escuadrón lo apresó. “¿Adónde van con ese niño?”, preguntó una vecina. Su madre le quiso dar una manta, pensaba que el niño solo iba a pasar una noche en el calabozo, pero no lo dejaron y le dijeron que a donde iba “no le iba a hacer falta”. Juan fue uno de los 16 fusilados toledanos y, al igual que Félix y Dionisio, una víctima demasiado joven de la guerra.
Las heridas se están cerrando. Los restos de las víctimas de Menasalbas ya han vuelto a su tierra. Esta vez fueron sepultados con dignidad. Todos juntos, para no olvidar la barbarie.

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