Los vencedores de 1939 reservaron la amargura para los vencidos
José Luis Ledesma. Público, 18/07/2011
JOSÉ LUIS LEDESMA Profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza
Tres cuartos de siglo es mucho tiempo. Desde que la Guerra Civil
estallara hace ahora 75 años, el mundo ha cambiado lo entonces
inimaginable y cada vez parecemos más diferentes de los que la libraron y
quedan menos de ellos con vida. Sin embargo, esa contienda sigue siendo
un pasado muy vivo.
Lo escribió hace cuatro siglos Justus Lipsius: “La victoria más
amarga es la que se consigue en una guerra entre compatriotas”. Pero los
vencedores de 1939 reservaron la amargura para los vencidos. El castigo
al que les sometieron fue inclemente, y no sólo fue en forma de
ejecuciones, cárcel, depredación económica y exclusión. La dictadura
nunca pudo prescindir de su legitimidad de origen bélico, y para ello
desplegó una asfixiante y maniquea memoria oficial de la contienda. La
presencia de esta en su posguerra, la rememoración del “terror rojo” y
el olvido del “azul” fueron tan constantes y abrasivos que articularon
las memorias de toda una generación y condicionaron las posteriores.
Así, cuando la generación de los “hijos de la guerra” buscó otra
versión del pasado bélico, la saturación de guerra, miedos y recuerdos
de sangre la llevó por reacción a un relato sin héroes ni villanos en el
que la guerra funcionaba como referente negativo; como tragedia cuyos
culpables eran todos por igual -y por tanto nadie- y cuyas violencias
era mejor echar al olvido. Eso facilitó las estrategias de
“reconciliación” que guiaron la transición a la democracia. Pero la
aparente inhibición de los gobiernos de la Transición, y luego de la
democracia, fue también un modo poco inocente de gestionar el pasado de
República, guerra y dictadura.
No se impuso a la sociedad ningún olvido, pero sí hubo un amplio
silencio oficial. No se reprimió el conocimiento de esos periodos, pero
faltó socialización del mismo y reconocimiento público. Y en aras del
consenso no se acometió ninguna política conmemorativa, pero no adoptar
ninguna política es adoptar ya una que estimuló la privatización de las
memorias y perpetuó el desequilibrio entre la presencia pública de uno y
otro bando y de sus víctimas.
Los vencedores de 1939 reservaron la amargura para los
vencidosPrecisamente contra todo eso se alzarían hacia el año 2000
heterogéneos representantes de una generación de “nietos” de la guerra
que reclama “recuperar la memoria histórica” de los vencidos. De su
enorme alcance dan cuenta su vigor asociativo y las reacciones que ha
suscitado. Por un lado, reaparece el clásico argumento según el cual es
mejor no reabrir viejas heridas y dejar las cosas como están, aunque ese
dejar incluya a los miles de cadáveres enterrados en cunetas y fosas. Y
por otro, ha surgido una lectura pseudorevisionista que recicla los
mitos de la posguerra para responder al desafío de la “memoria
histórica”, que cuestiona por vez primera pública y ampliamente el
relato franquista enraizado en una parte no menor de la sociedad.
El relato en clave de recuperación de la memoria histórica no está
libre de discusiones. No son nimios los reparos que despiertan en
algunos la judicialización del pasado, y lo mismo ocurre con las
actuaciones políticas y legislativas, que ora parecen quedarse cortas
ora parecen imponer por ley una visión de la historia. Hay también
quienes alegan que se tiende a simplificar y sacralizar el pasado, por
ejemplo al proyectar imágenes idílicas de la II República. Y los hay que
sugieren un excesivo foco en las víctimas, lo que privilegiaría
memorias en clave piadosa y moral que difuminan las razones políticas y
causalidades históricas.
La democracia no impuso ningún olvido, pero sí hubo un silencio
oficialEn todo ello, España no es excepción y refleja la dinámica epocal
de este tiempo de memorias y víctimas. Eclipsadas las utopías de la
modernidad y cancelado con ello el horizonte de un futuro mejor,
nuestras sociedades dirigen sus miradas e incluso afanes
democratizadores al pasado; a un ayer que lo es sobre todo de
violencias, guerras y víctimas erigidas en emblema moral, y en el que es
más fácil intervenir y cambiar las cosas que en un nuestro incierto y
líquido presente.
Ahora bien, nada de ello invalida la necesaria gestión del pasado. A
lo sumo obliga a extremar su carácter irrenunciablemente plural y
democrático. Los enterrados aún en fosas anónimas, la pervivencia de
espacios y símbolos franquistas, la falta de memoriales democráticos, la
canonización por la Iglesia de cientos de “mártires”, el sinsentido de
que se procese a un juez que trata de perseguir judicialmente los
crímenes del franquismo…, todo ello muestra que queda mucho por hacer y
compensar. Además, la experiencia histórica muestra que los Estados
siempre han operado en la construcción del pasado y se han servido de
él.
El relato de la recuperación de la memoria no está libre de
discusiones. Ya que lo han de hacer, mejor que sea en un sentido
democrático, y que la ciudadanía no sólo lo fiscalice sino que tome
también cartas en el asunto. Toda democracia que se precie debería
preservar su patrimonio pasado, el de las conquistas y derrotas,
compromisos y vías muertas, protagonistas y víctimas que jalonan su
siempre inacabado camino. Preservarlo, pero también garantizar su
pluralidad, huyendo de lecturas únicas y definitivas, su socialización y
su conversión en espacio de debate, resignificación y participación
ciudadana. Eso no abrirá las puertas a un cambio radical en nuestro
presente, como soñara Walter Benjamin al referirse a las víctimas que
denunciaban las injusticias desde el pasado, pero quizá muestre alguna
pista alternativa a este presente que ofrece tan pocos motivos de
celebración.
http://www.publico.es/espana/387608/memorias-para-una-guerra-civil
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