domingo, 15 de junio de 2014

Romance del fusilado.

María Torres / 8 Junio 2014
José Lorente Granero, era un muchado madrileño de 20 años, que trabajaba de tramoyista en el Teatro Calderón de Madrid y estaba afiliado a la UGT.
"Me voy al frente a luchar por la República. Recordadme siempre". Estas fueron las palabras que dejó escritas en una nota dirigida a sus padres aquel mes de julio de 1936, cuando se alistó en el Quinto Regimiento.
Pocos días después, ya estaba combatiendo en la Sierra de Madrid, en el Alto del León. Una tarde de lluvia, en el fragor de la lucha, no escuchó el toque de repliegue ni se percató de que se le acababa la munición. Y allí quedó, solo entre unos matorrales, expuesto al enemigo.
Fue apresado por un grupo de rebeldes al mando del teniente Castillo del 18 de Ametralladoras. Tras desarmarle, le registran sus pertenencias, encontrándose con un pan, un chorizo, una lata de mermelada, media libra de chocolate, dos pañuelos y un peine. Menos el peine y los pañuelos los rebeldes se comieron todo. Lo único que le devolvieron al miliciano fueron los carnets sindicales junto a una mirada de desprecio.
José Lorente sabía con certeza cual sería su destino final. No imploró ni solicitó clemencia cuando sus ojos tropezaron con un cabo y un soldado que se encontraban montando mosquetones en sus armas. Tampoco cuando advirtió que el teniente Castillo desenfundaba su pistola al tiempo que irónicamente le ordenaba "Anda camarada, da unos pasos hacia delante".
Avanzó cinco pasos sin volver la cabeza. Dos detonaciones le hicieron parar en seco y cayó al suelo como un despojo. Un dolor lacerante le atravesaba el vientre y la espalda. Inmóvil, con los ojos cerrados y conteniendo la respiración, sintió como se acercaban a él. "No se mueve", escuchó. El teniente Castillo dijo "Por si acaso voy a darle el tiro de gracia". Acto seguido le disparó un tiro a quemarropa que le atravesó el cuello. José Lorente, siguió inerte. No emitió ningún sonido ni articuló movimiento alguno a pesar del dolor desgarrador que le produjo aquel nuevo impacto.  
Siguió escuchando: "Mi teniente, ¿Quiere usted que le de otro tiro?", a lo que el oficial Castillo respondió: "No hace falta; ya tiene bastante".
José sintió como se le escapaba la vida y el calor de la sangre que le resbalaba por el cuello, pero continuó quieto. Un instante después percibió que se alejaban sus verdugos. El quedó tendido en el suelo, en apariencia muerto. La sangre se mezclaba con la lluvia. Pasó un minuto, tal vez dos, era incapaz de calcular el tiempo. Tan solo sentía dolor y un creciente deseo de seguir viviendo.

Arrancó un jirón de camisa y se lo colocó precipitadamente alrededor del cuello para contener la hemorragia. Trató de ponerse en pié pero sus piernas no le obedecían. Apenas dos pasos y su conciencia se esfumó. Cuando recuperó el conocimiento se quitó el correaje como pudo y comenzó a arrastrase por el suelo. Quería vivir y el esfuerzo tenía que merecer la pena. Avanzaba despacio, destrozándose las manos entre los chaparros, las carrascas rasgaban su ropa e iba dejando un reguero de sangre entre los tomillos.
Tras nueve horas bajo la imparable lluvia, el amanecer le sorprendió, desfallecido, al lado de una carretera: "De pronto volví en mí. Oí el trepidar de un motor. Me levanté como pude. A lo lejos venía, veloz, un auto. Me tiré en el centro de la carretera. El coche paró en seco a medio metro de mí. Se apearon precipitadamente unos hombres armados. No pensé si eran compañeros o rebeldes. No podía más. Ya me daba todo lo mismo. Sentí una nube en la vista. Les grité. -¡Hermanos ayudadme, que me muero! Estoy desangrándome-. Sentí que me cogían..."
José Lorente Granero sobrevivió y su gesta se hizo tan popular, sobre todo en Madrid, capital de la gloria, que ascendió a la categoría de héroe.

Falleció en Madrid a los 84 años, el 26 de enero de 2001.
Vicente Aleixandre le dedicaría el poema "Romance del fusilado", publicado el 19 de septiembre de 1936 en El Mono Azul, revista editada por la Alianza de intelectuales antifascistas.
Romance del fusilado.
Veinte años justo tenía
José Lorente Granero
cuando se alistó en las filas
de las Milicias de hierro,
y salió para la Sierra
diciendo sólo: "¡Sí vuelvo,
hermanos, será cantando
con vosotros; si no, muerto!"
Y una luz brilló de llamas
en sus grandes ojos negros.
Doce noches con sus días,
luchó José entre los cerros,
bajo una luna de agosto
que endurecía los pechos.
Luchó y mató; un nimbo rojo
iluminaba su cuerpo,
y de las balas traidoras
parecía protegerlo.
Su fusil entre sus manos
era una rosa de fuego
vomitando espanto y muerte
para el enemigo negro.
¡Miradlo erguido en el monte,
hermoso, fuerte y sereno,
héroe entre sus camaradas,
entre las balas ilesos!
Mas, ¡ay!, que llegó una noche,
noche de pena y de duelo,
noche de tormenta obscura,
noche de cielo cubierto.
En la refriega, José,
de venganza y furor ebrio,
persiguiendo puso en fuga
a un grupo de hombres siniestros
que escapaban entre breñas
como lobos carniceros.
Corrió y corrió, corrió tanto
José, solo, persiguiéndolos,
que cuando quiso mirar
atrás con sus ojos negros
no vio sino soledad,
soledad, noche y silencio.
De repente unos traidores,
a docenas, si no a cientos,
de sus cubiles brotaron,
de sorpresa le cogieron;
entre todos le rodean,
aunque él tumba a cinco, muertos,
y a insultos, golpes, atado,
le llevan al campamento.
¡Ay, voz que cantas la vida
de este muchacho del pueblo,
honor de la gesta heroica,
José Lorente Granero:
calla y no digas la triste
terminación del suceso
ocurrido entre las peñas
que baña un arroyo fresco!
Contra unas tapias le pone
la turba de bandoleros,
y José los mira a todos
con un altivo desprecio.
Apuntan nueve fusiles
a aquel noble y limpio pecho,
espejo de milicianos
y de valientes espejo,
y del desdén de su boca
un salivazo soberbio
va a aplastarse entre los ojos
del jefe vil fusilero.
¡Que así va afrontar la muerte
quien tiene temple de acero!
¡Ay, voz que cantas la historia
que aquí escucháis de Granero:
acaba y narra hasta el fin,
maravilloso suceso
ocurrido en una noche
de temeroso recuerdo!
Sonó aquella voz infame:
¡Fuego, gritó, y fuego hicieron
las nueve bocas malditas
que plomo vil escupieron,
y nueve balas buscaron
la tierna carne de un pecho
que latió por el amor
y la libertad del pueblo.
Rodó un cuerpo entre las piedras,
reinó un profundo silencio,
sólo roto por los pasos
que se alejaban siniestros.
La tierra solo quedaba
Sola no: ella y su muerto.
¡Ay, tú, José, que me escuchas,
tendido, solo y sangriento!,
¿quién eres que así no oyes
los miles de roncos pechos
que desde el fondo te llaman
por ríos, valles y cerros?
¡Quién eres que no te alzas
ante el clamoroso imperio
de miles de corazones
con un mismo sin latiendo?
Amanecía la aurora
y el alba doraba el cuerpo,
un cuerpo que con el día
se levantó de ese suelo,
y en pié, sangrando, terrible,
adelantó al pie derecho
y subió monte hacia arriba,
como un sol que va naciendo
y va dejando su sangre
o su luz como un reguero.
José no murió. ¡Miradlo!
Resucitado, no ha muerto;
que no murió, como no
morirá jamás el pueblo.
Podrán fusiles y balas
pretender herir su pecho.
Podrán bombas y cañones
intentar romper su cuerpo.
Pero el pueblo vive y vence,
pueblo sin tacha y sin miedo,
que en una aurora de sangre
está como un sol naciendo.
Vicente Aleixandre.
Romancero de la Guerra

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