El dolor descomunal de una mujer, de una familia y de todo un país que es imposible acallar
Ascensión Mendieta (izquierda) y su hija Chon Vargas (derecha) durante su viaje a Buenos Aires / Foto: EDUARDO RANZ | |
POR V. MARTÍNEZ | Los Ángeles hoy 21.01.2014
Después de Camboya, España es el
segundo país del mundo con más fosas comunes repartidas por su
territorio. Hasta la fecha se han localizado 2.246, donde se estima que
yacen los restos mortales de más de 88.000 personas. Este es el trágico
legado de la Guerra Civil española (1936-1939) y de la dictadura del
General Francisco Franco, que se prolongó desde 1939 hasta el año de su
muerte, 1975. De aquella época de represión y asesinatos sistemáticos,
se calcula que hay en total 114.000 desaparecidos y 30.000 niños
robados. Pese a los infinitos reclamos de las víctimas, los responsables
de los crímenes jamás han respondido ante la justicia española.
Arguyéndose en la polémica Ley de la Amnistía de 1977 (firmada en dicho
año para facilitar la transición de la dictadura a la democracia),
España se niega a investigar los crímenes y a sentar en el banquillo a
los responsables de las matanzas. Han sido 37 años de impunidad. Pero,
finalmente, una ranura de esperanza se ha abierto en el corazón de las
víctimas y de sus familiares: una magistrada argentina ha invocado el
Principio de la Justicia Universal para iniciar una causa contra el
Franquismo impulsada en Buenos Aires. Este es mi modesto legado a
quienes apoyan y secundan esta causa.
“La historia no es más que el registro de los crímenes y de las desgracias”. – Voltaire (1964-1778), filósofo y escritor francés.
Una noche de otoño el sol se apagó sobre
el inmenso manto estelar. Detrás del mosaico universal, opaco y mudo,
sólo el desgarrador dolor de una niña de 13 años, Ascensión Mendieta,
encendía el firmamento lejano.
Ese 15 de noviembre de 1939, “el año de
la victoria”, como reza la diligencia de ejecución de Timoteo Mendieta
Alcalá, este padre de siete hijos y bisabuelo mío, fue fusilado en La
Rambla, en las inmediaciones del cementerio de Guadalajara. Fue uno de
los 822 republicanos ejecutados por las fuerzas franquistas en este
panteón entre 1939 y 1944. Su cuerpo perforado fue enterrado en el patio
cuarto, fosa número 2, junto a 18 compañeros más. Sobre sus huesos
carcomidos descansa el peso de 16 cadáveres. Pero tuvieron que pasar 35
años para que sus familiares supieran dónde yacían.
Aquel sangriento día de noviembre marcó
el destino para su familia y, en particular, para dos de sus hijas, Paz y
Ascensión – mi abuela–, quienes se llevan a la tumba el deseo
insaciable de rescatar los restos de su progenitor.
“Me pregunto cómo caería. ¿Boca arriba,
boca abajo? ¿Qué pensaría al dejar siete hijos sin padre?” “¿Estaría aún
con vida cuando lo enterraron?”, apuntilla mi abuela mientras me
esfuerzo por contener el llanto frente a su mirada atenta y cristalina.
En los surcos que cincelan su rostro
anciano se perfilan estratos de sentimientos inconsolables que acompañan
irremediablemente ese recuerdo de su padre fusilado y del profundo
desamparo que su ejecución causó a sus siete hijos y a su viuda, María
Ibarra. “La situación en la que quedaron…fue de una precariedad tal…que
sorprende que hayan podido sobrevivir”, matiza el texto presentado como
base de la querella interpuesta en Buenos Aires.
Incluso antes de la Guerra Civil, cuenta
mi abuela, “había días que no comíamos. Íbamos a las familias más
cercanas para que nos dieran pan”. Ella, sus padres y hermanos vivían en
Sacedón. Su padre, Timoteo, fue Presidente de la UGT en esta localidad.
Carnicero de profesión, sus ideas de izquierdas le costaron el pan de
cada día – también la vida. En abril de 1939, los tambores de guerra
habían dejado de sonar y, mi bisabuelo, confiando en la promesa de
Franco de que “perdonaría” a todos aquellos que no tuvieran las manos
manchadas de sangre, emprendió la vuelta a Sacedón. Pero el camino de
regreso a casa se convertiría, sin él saberlo, en su sentencia de
muerte.
En abril de 1939, dos o tres días después
de haber sentido de nuevo el calor del seno familiar, un fuerte golpe
de nudillos sobre la puerta de madera color café se propagó rápidamente
por toda la casa. Mi abuela y uno de sus hermanos abrieron la puerta,
sólo para toparse cara a cara con un cargo del régimen a quien le
acompañaba un vecino del pueblo.
“Cuando vinieron por mi padre, él estaba arriba durmiendo. “Bajó al salón y le dijeron «¡Manos arriba!»”.
“Yo vi cómo se lo llevaban”. Esa sería la última vez que mi abuela vería a su padre.
Mi bisabuelo Timoteo estuvo primero
encarcelado en Sacedón. Días después sería trasladado a la cárcel de
Guadalajara, donde permanecería varios meses antes de ser condenado por
vía sumarísima a la pena de muerte. En el acta de defunción dice que
“falleció…a consecuencia de «Orden del Juzgado Especial de
Ejecuciones»”. Mis tías y mi padre, los hijos de mi abuela, tuvieron
acceso al sumario completo de dicho Juzgado en diciembre de 2012,
pudiendo deducir del texto que las actuaciones mencionadas fueron
‘simulacros de juicios’.
Tras el encarcelamiento de mi bisabuelo,
su esposa le vendió por 200 pesetas una burrita negra a Doña Paula, una
vecina pudiente de Sacedón. Con ese capital y un saco de ropa, mi
bisabuela y sus hijos se trasladaron a casa de la madre de Timoteo,
Elvira, en el Puente de Vallecas. “Vivíamos diez personas en una
habitación – nosotros ocho, mi abuela y mi tío”, relata mi abuela.
En las paredes de aquella modesta casa de
dos plantas que abandonaron en Sacedón, ahora sólo habitan los
recuerdos de una niña que, siete décadas después, a los 88 años, por fin
ha encontrado la voz que le fue arrebatada por una sociedad española
que mira hacia el infinito cuando se abordan los crímenes del
Franquismo. Para mi abuela ha sido una vida entera de lucha que
convergió el 4 de diciembre de 2013 a 10.000 kilómetros de distancia de
su Sacedón natal, en ese lugar de la capital argentina donde la
magistrada María Romilda Servini de Cubría escuchó de su boca su relato.
“Sólo quiero un hueso de mi padre para
llevármelo conmigo a la tumba, porque mi hermana [Paz] se murió sin
poder hacerlo”, suplica en Buenos Aires con dolor incurable en el alma –
ese dolor que sólo quienes son víctimas del Franquismo – como ella –
pueden llegar a comprender y sentir bajo su corazón malherido.
Sus súplicas fueron finalmente
articuladas en público en un foro internacional. Para lograrlo, tuvo que
recorrer, fatigada y anciana, el camino de la desgracia en el que
muchos perecieron: primero debió sobrevivir el maratón de una vida de
inclemencias y, luego, recorrer esos 10.000 kilómetros de sprint final
que no impidieron que llegara a su destino y pronunciara las palabras
que muchos españoles querrían no escuchar.
Ni en su más remota imaginación habría
podido soñar mi abuela con un recibimiento en tierras extranjeras como
el que protagonizó. Arropada y escuchada por el Congreso de los
Diputados de Buenos Aires, el Senado, y por las Madres de la Plaza de
Mayo, logró luego sobreponerse a una terca fiebre y a la vejez incómoda
para declarar en el Juzgado de la magistrada Servini, que amablemente
prestó sus oídos a la causa de mi abuela.
“Los gobiernos [españoles] no han hecho
nada. Nadie se ha acordado de ellos [los muertos]. Solamente Suárez les
dio la pensión a las viudas y la cartilla de la seguridad social”.
Entre frase y frase, suspira, coge aire y
continúa su relato. “Mi madre, con la pensión que les concede a todas
las viudas el gobierno de Adolfo Suárez, le pone una lápida que dice
«Timoteo Mendieta, muerto por la democracia y la libertad». Y la pone en
la parte de arriba para que los familiares del resto de los ejecutados
que estaban ahí con mi padre pudieran poner sus nombres”.
“Mi madre, por lo que ha hecho por sus hijos, se merece un altar”, apostilla.
Con un gesto que denota un profundo
malestar, prosigue su denuncia destacando los insalvables obstáculos y
la falta de ayudas para exhumar los cadáveres en España. “Hemos hecho
gestiones administrativas iniciales, porque no te dejan llegar a más.
Empezamos en el año 2000 para exhumar a mi padre, pero ni pública ni
privadamente nos lo permiten”.
“Las víctimas del terrorismo tienen ayuda
de la administración. Y nosotros exigimos un estatuto jurídico similar
al de las víctimas del terrorismo. Nosotros también somos víctimas de
terrorismo”.
Cuando concluye su testimonio en el
Juzgado, mi tía, Chon Vargas, acompaña a mi abuela al hospital para que
un médico examine esa bronquitis que apenas le deja respirar.
“Tu tía, Aitana, me ha ayudado tanto…”,
agradece mi abuela ya desde su casa en García Noblejas. “Me preguntó si
quería ir a Argentina. Y yo le dije que sí”. El empeño de mi tía Chon
por satisfacer el infinito deseo de mi abuela no cesó un instante desde
que adquirió consciencia del dolor desgarrador que carcomía el espíritu
de su madre. También, el apoyo incondicional de mi padre, Francisco, y
de mi otra tía, Pilar, a su madre se hacen constar en la tranquilidad
final que refleja el rostro de mi abuela tras sus declaraciones en
Buenos Aires. Los tres hijos son querellantes en la causa abierta en
Argentina; Un triángulo familiar que ha servido para aliviar el canto
desesperado de una mujer que tejió la vida de sus hijos con alfileres y
punzadas de punto y lana desde su hogar en un modesto barrio madrileño.
“A lo mejor me muero y no les han sacado [a los muertos], pero me quedo tranquila porque hemos hecho todo lo que hemos podido”.
Mis sentimientos gravitan entre el
alborozo y la pesadumbre al clavar la vista en una fotografía de mi
abuela junto a Darío Rivas, dos de los querellantes más longevos que
tuvieron la oportunidad de conocerse en Buenos Aires. Con la sombra de
la muerte sobre sus espaldas ancianas, llegan al final de sus días como
la gran mayoría de nosotros nunca lo hará, luchando por aquello en lo
que durante décadas creyeron. Se llevan su lucha hasta la tumba. Pero
aún en la antesala de la muerte, son iconos en una España turbia y
descompuesta donde los valores e ideales pesan poco y escasean. Más allá
de señalar culpables – que sí debe hacerse – los reclamos de mi abuela
son los reclamos que trascienden agendas políticas e intereses
subrepticios, porque son los reclamos básicos de cualquier ser humano:
rescatar “al menos un hueso de la fosa y llevármelo conmigo a la tumba”.
Como le dijo a la magistrada Servini, “en
mi casa lloro. Me da pena…tantos años sin haber hecho nada”. Creo que
tal vez el luto de mi abuela sea de esos que conviven en los confines de
la eternidad. No hay consuelo para una anciana cuyo padre fue
acribillado a balazos cuando era una niña, acribillado a sangre fría
como a miles de españoles que compartieron la misma desgracia. A quienes
apretaron el gatillo no les tembló el pulso, ni les falló la puntería.
Sistemáticamente mataron, asesinaron, torturaron, arrebataron niños de
los brazos de sus padres. No hay consuelo ni para ella, ni para los
familiares de quienes compartieron semejante destino. Porque no
olvidemos que la causa de mi abuela es la causa de cientos de miles de
españoles. Y esa causa, en una España democrática, no se puede olvidar
ni sepultar bajo toneladas de tierra, piedra, escombros y presiones
políticas – jamás.
El caprichoso destino ha querido que yo
asista a este episodio familiar – e histórico – a medio camino entre mi
destierro angelino y mi Mediterráneo natal. Y mientras surco las nubes
del océano Atlántico para abrazar a mis seres queridos, adquiero
conciencia del vacío generacional, de la desconexión entre el momento
histórico que vivió mi abuela y el que me ha tocado vivir a mí,
resultado directo de la tiranía de silencio que se ha impuesto desde las
altas esferas en España para evitar destapar las vergüenzas de nuestro
país. Nadie quiere hablar de Franco ni de sus crímenes. Pero el dolor
descomunal que llevan apuntalado las víctimas en el pecho es imposible
de acallar. Y ese pesar inconmensurable está empezando a emerger a la
superficie de la conciencia nacional. Ese terrible dolor que nadie puede
taponar se encuentra ya en flor en las mesetas ibéricas y en los campos
de olivo, en las crestas de las olas del Mediterráneo, en el Juzgado
Número 1 de la Cámara Federal de Buenos Aires, y en su día en el Juzgado
Central de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional de Madrid.
“Hemos sufrido mucho antes y después de
la guerra”. “Esto va por vosotros, que vamos por buen camino”, le canta
mi abuela a sus hermanos y padres fallecidos sobre la sombra de sus
tumbas mientras coloca un ramo de flores con sus manos arrugadas.
Ascensión Mendieta derecha con su madre en el centro, su hermana Paz a la izquierda y el resto de sus hermanos. Foto/Cortesía de la familia. |
ARICO MEMORIA ARAGONESA
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