TODAS LAS PROVINCIAS CASTELLANAS
TIENEN, POR DESGRACIA, UN LUGAR EMBLEMÁTICO DONDE LOS SUBLEVADOS
FRANQUISTAS PERPETRARON LOS MÁS BÁRBAROS ACTOS REPRESIVOS CONTRA LA
POBLACIÓN CIVIL. EN VALLADOLID, LA GRAN CANTIDAD DE ASESINATOS COMETIDOS
EN LA ZONA DE LOS MONTES TOROZOS LA CONVIRTIÓ EN UN LUGAR TÉTRICO, UN
SITIO PROHIBIDO Y EVITADO POR MUCHOS CIUDADANOS QUE CONOCÍAN LOS HECHOS
QUE OCURRIERON ALLÍ.
Zona de fosas |
9 DE OCTUBRE DE 2013 | FUENTE: | POR OROSIA CASTÁN
El lugar se encuentra en la carretera
N-601 Valladolid-León, a la altura del cruce hacia Peñaflor de Hornija y
Castromonte. Por aquí transcurría, además de la carretera y sus
correspondientes bifurcaciones, la vía del tren que unía Medina de
Rioseco con la capital, el conocido como “tren burra”, que tenía una
parada en los aledaños. La zona estaba muy bien comunicada, factor
necesario para conducir hasta allí a las víctimas en coches, camionetas y
hasta en autobuses; la carretera estaba separada de los campos por una
espesa vegetación de encinas y arbusto bajo, lo que hacía casi imposible
que los que pasaban por allí pudieran ver claramente lo que estaba
pasando, lo que daría seguridad a los asesinos, conscientes de que no
tenían nada ganado, y de que en caso de que la sublevación fracasara,
pagarían sus actos como lo que eran: crímenes cometidos con todo tipo de
agravantes.
Se trataba por tanto de un lugar
estratégico, ya que reunía las características necesarias para su
utilización como lugar de ejecución e inhumaciones ilegales; en una
palabra, el lugar idóneo para llevar a cabo cientos de desapariciones de
personas provenientes, sobre todo, de los pueblos de la zona conocida
como Tierra de Campos.
Tras la subida al páramo, la carretera
llega a Villanubla y rodea el aeropuerto. Los campos continúan sin
solución de continuidad, sólo interrumpidos por la existencia de algunos
caseríos pertenecientes a las antiguas fincas de secano, algunas de las
cuales siguen hoy en explotación.
Así pues, la denominación “monte” no hace
referencia a una característica orográfica, sino al tipo de vegetación,
compuesta, como se ha dicho, por arbusto bajo y encinar.
En las zonas aledañas a la carretera,
entrando unos metros en la carretera de Peñaflor de Hornija, se sitúan
las fosas más importantes, por masivas, de este gran cementerio que es
Torozos. La cantidad de personas que están enterradas en el encinar
puede alcanzar e incluso superar las trescientas, procedentes sobre todo
de las localidades cercanas.
Las tierras donde se perpetraban los
crímenes pertenecían al término municipal de Rioseco, eran comunales y
no tenían un propietario concreto que pudiera protestar como pasó en
otros lugares. Los asesinos llegaban a cualquier hora del día o de la
noche en camiones, camionetas o coches requisados donde trasladaban a
sus víctimas. Una vez allí, las obligaban a apearse y a internarse unos
metros en el encinar y las tiroteaban. Despues eran enterradas en las
inmediaciones, en fosas comunes cavadas por las mismas víctimas o por
trabajadores de las granjas cercanas a quienes sacaban de sus casas para
que hicieran esta tarea.
Las víctimas formaban parte de sacas que
los sublevados iban haciendo por los pueblos en lo que ellos denominaban
“limpieza”. A estas alturas nos llama mucho la atención que en algunos
documentos oficiales se hiciera mención a los asesinatos de convecinos
con esta expresión, como si la detención ilegal, sin ningún tipo de
mandamiento judicial, el secuestro en plena noche a punta de pistola y
la desaparición de los vecinos fuera algo normal, una “operación de
limpieza” ni más ni menos que la que puede hacerse en una calle que se
ha ensuciado.
Todos y cada uno de los cuerpos que están
enterrados en estas fosas pertenecen a civiles, hombres y mujeres de
todas las edades, que fueron asesinados ilegalmente: detenidos de manera
arbitraria por sujetos armados, sometidos a malos tratos, trasladados
fuera de sus pueblos sin que nadie informase acerca de su destino, y por
fin asesinados y enterrados de manera clandestina, normalmente sin
documentación ni objetos personales que pudieran servir para
identificarlos.
Las fosas están diseminadas en la zona
boscosa existente en la parte izquierda de la carretera, en sentido
León. Según los testigos, habría decenas de fosas comunes en las que
estarían enterradas entre dos y treinta personas, a menudo provenientes
de la misma localidad o de la misma zona, ya que los camiones solían
recoger víctimas por los pueblos por donde pasaban y los asesinaban
juntos.
Hubo muchos testigos que contaron lo que
allí pasaba. Los autobuses de línea que iban o venían a Valladolid
tuvieron que detenerse muchas veces en ese punto por la existencia de
patrullas en el cruce, y los viajeros podían ver las camionetas cargadas
de gente internándose en la carretera de Peñaflor e incluso alguna vez
fueron testigos de la presencia de cuerpos en la carretera. Otras
personas fueron hasta allí siguiendo a sus familiares detenidos y
pudieron ver los cadáveres de personas tiroteadas a la espera de ser
enterradas en las fosas. También existen testimonios de residentes en
las fincas próximas, a quienes los asesinos obligaban a cavar fosas.
TESTIMONIO DE R. G.
Entrevista realizada en su casa de Medina de Rioseco el día 16 de Marzo de 2004 por Orosia Castán.
La familia era natural de
Villabrágima, donde el padre trabajaba en las labores del campo. Ella
nació en esa localidad en el año 1925.
En el año 1936, su padre, I. G., comenzó a
trabajar en la finca “Las Tomasas”, situada en los Torozos, y allí se
trasladó toda la familia. Vivían en un caserío, dentro de la finca, que
estaba situada a la izquierda de la carretera nacional, dirección
Valladolid; había muy cerca un apeadero del tren y dos casas de
camineros. Tomaron la finca en arriendo por once años.
Cuando llegó el Movimiento comenzaron a
oirse tiros por las noches. El caserío estaba frente por frente al cruce
donde mataban a la gente y por la noche se oía todo.
Desde las primeras noches, falangistas y
guardias civiles llamaban a su puerta entre las cinco y las seis de la
madrugada y requerían a su padre para que fuera a enterrar cadáveres.
Llamaban también a todos los obreros que se encontraban allí trabajando,
y a todos los que vivían por los alrededores. Cuando esto ocurría,
cortaban la carretera y no dejaban pasar a nadie hasta que se acababan
los enterramientos.
El día 31 de Mayo de 1937, la hija menor
de la familia, de 9 años, murió de meningitis. La carretera estaba
cortada por guardias civiles y falangista, que les impidieron el paso
para ir a buscar al médico. Tuvieron que ir campo a través y cuando el
médico llegó, la niña había muerto.
Por dentro del monte hay muchísimas tumbas. Desde el cruce hasta Peñaflor, hay por todos los lados.
Cuando iban a misa a Villanubla o a La Mudarra, su padre les iba señalando la situación de las fosas. Hoy está casi todo arado.
En el propio cruce había una fosa de 17 personas, 16 hombres y una mujer (fosa que señaló).
Cuando llevaban a su padre para que
enterrase los cuerpos, toda la familia le esperaba levantada. Llegaba a
casa como muerto, no podía ni hablar, no tenía ganas de nada. Era una
persona sensible y lo pasó muy mal. Cuando llegaba la noche y se oían
tiros, sabiendo lo que le iba a tocar, se ponía enfermo. Enseguida
enfermó del estómago y acabó desarrollando un cáncer, del que murió.
Pero además de estos testimonios,
existieron en su día documentos legales que probaban los crímenes,
documentos que desaparecieron providencialmente cuando la dictadura
franquista comenzó a dar muestras de su final.
Me refiero concretamente a los Libros de
defunciones del Registro de Medina de Rioseco, en los que faltan una
serie de anotaciones hechas en su día por el secretario del Juzgado de
Rioseco, ayudado por su hija Carmen, que fue la que personalmente hizo
las anotaciones en el lugar de los hechos.
Carmen acudió muchas madrugadas a la zona
de los Torozos acompañando a su padre, quien era requerido por la
Guardia Civil, que en aquellos momentos de confusión intentaba guardar
ciertas formalidades.
Padre e hija se desplazaban siempre a la
misma zona, el funesto cruce de Peñaflor de Hornija, con el fin de
levantar acta e inscribir en el registro correspondiente los cadáveres
que estaban dispuestos para ser enterrados en el descampado. Carmen,
entonces prácticamente una adolescente, conocía a muchas de aquellas
personas, bien por ser convecinas de Rioseco, o bien por haber
coincidido con ellas en las dependencias del juzgado, donde ella ejercía
como ayudante de su padre.
En el año 2003 mantuve dos entrevistas
con ella. Tras la primera, ella se dirigió al juzgado y solicitó el
Libro de Registro de Defunciones. Se encontró con que todos los
registros hechos por ella misma habían desaparecido. Los funcionarios
presentes no pudieron aclarar las circunstancias del robo de los
documentos ni, por supuesto, la autoría del mismo.
La desaparición de estos documentos
tendría como objetivo destruir pruebas de los crímenes cometidos, las
mismas pruebas que los enemigos de la verdad histórica nos exigen una y
otra vez a los que investigamos estos asesinatos, descalificándonos
porque no podemos presentar documentación que avale los testimonios
orales de los familiares y testigos. Pero la desaparición y posible
destrucción de los documentos no hace desaparecer los hechos, ni tampoco
la memoria de los testigos de la época.
TESTIMONIO DE CARMEN ESCRIBANO MORA
Entrevista realizada en su casa de Medina de Rioseco el día 15 de Noviembre de 2003 por Orosia Castán.
En 1936, su padre era Secretario del Juzgado de Medina de Rioseco.
Cuando estalló el Movimiento, Carmen tenía 18 años. Iba a trabajar al Juzgado con su padre; “a
ayudarle y, sobre todo a aprender. Mi padre quería que yo tuviese un
empleo, que trabajase, y siempre decía que abriese bien los ojos, que en
el Juzgado se aprendían muchas cosas acerca de la gente”. Desde el
mismo 18 de Julio, los falangistas comenzaron a ir de casa en casa,
sacando a la gente y matándola en descampado sin juicio y sin nada.
Estando en su casa familiar, apareció la Guardia Civil y requirió a su
padre para que levantase acta acerca de unos cadáveres. Era de noche y
su padre la llevó con él. Esto era normal, pues ella siempre le
acompañaba en este tipo de situaciones, ya que ejercía como su ayudante.
La primera vez, conducidos por la Guardia
Civil, fueron por la carretera hacia Valladolid. En la misma carretera,
a mano derecha, a la altura de los Torozos, había unos cadáveres de los
que levantaron acta. Estos cadáveres fueron enterrados allí mismo, algo
internados en el monte. A unos los reconocieron y a otros no.
Esto ocurrió durante bastante tiempo: la
Guardia Civil llegaba a su casa por la noche o de madrugada, y su padre y
ella se ponían en camino. Siempre fueron al mismo lugar: el cruce de
carreteras Valladolid-Peñaflor, en los Torozos.
Llegaron a hacer ciento y pico
expedientes, y todos salieron de su mano, es decir, estaban escritos por
ella en las hojas legales de registro, numeradas, selladas y firmadas
por su padre.
Vio a mucha gente muerta en el suelo,
normalmente alineados al lado de fosas ya hechas. La mayor parte de las
veces, los cadáveres estaban colocados boca abajo, y había que darles la
vuelta para reconocerlos; otras veces, los cuerpos estaban señalados
por trapos blancos que diferenciaban a los de Medina de los de otros
pueblos.
La vez que más cadáveres vio, no recuerda
la fecha, fue un grupo de unos treinta, en filas, boca abajo;
estuvieron casi toda la noche en pie, inscribiéndolos.
Vio pocas mujeres: entre los más de cien expedientes que ella hizo, podía haber unas quince, más o menos.
Nunca les llamaron para levantar acta de una sola persona: el mínimo eran dos o tres.
La última vez que acudieron fue en el año 1937.
Lo que jamás olvidará es que tuvo que levantar acta de 12 o 14 vecinos de Rioseco, todos conocidos de ella: Lobato, el Tripilla…
Estas muertes fueron inscritas por su mano en el Registro Civil de Medina de Rioseco.
Quedé con Carmen Escribano para la semana
siguiente. Ella se encargó de ir al Juzgado y pedir las Actas de
Defunción con el fin de tenerlas localizadas para cuando yo fuera.
Me llamó por teléfono dos días después:
hecha una furia me contó que los expedientes habían desaparecido del
Juzgado y que los funcionarios le decían que nunca los habían visto.
Ella, mujer de mucho carácter, les indicó que ella misma había hecho los
expedientes, les dijo cómo era el libro, dónde podía estar catalogado,
etc.. Llegó a entrar en el Registro y lo buscó personalmente sin llegar a
encontrarlo.
El Libro de Registro ha desaparecido sin
dejar rastro. Los funcionarios nunca lo han llegado a ver. Carmen sabía
fehacientemente que existía y que estaba allí depositado.
Alguien, pues, lo ha hecho desaparecer.
Carmen Escribano Mora murió en abril de 2004.
La zona de las fosas quedó en una especie
de limbo. La propiedad de las tierras pasó a manos de particulares,
como fue corriente en aquellas fechas, en las que los campos y tierras
comunales desaparecieron, vendidas muchas veces a precios simbólicos en
pago a servicios prestados a la patria. El terreno aparece roturado
hasta una franja arbolada, visible desde la carretera, y que
correspondería a los enterramientos.
Durante los años siguientes a la
sublevación, algunas personas visitaron el lugar con la esperanza de
hallar restos visibles de fosas donde pudieran estar los restos de sus
familiares. Al ser el terreno propiedad particular, nadie pudo señalar
las posibles fosas de cara a evitar su desaparición, como se hizo con
las fosas situadas en campos y cunetas públicas, pero a pesar de ello,
los que vivieron la traumática experiencia de ver el cuerpo de sus
familiares en esa zona no han olvidado el lugar y siguen siendo capaces
de llegar al punto donde todo ocurrió y señalar siempre el mismo lugar.
TESTIMONIO DE ELADIA MATEO, TORDEHUMOS
En Torozos había un guarda de campo
llamado Dionisio que vivía en unas casas cerca del cruce de Peñaflor de
Hornija. La casa del guarda todavía puede verse en mitad del campo.
Había un camino que salía de la carretera y llegaba hasta el caserío;
hoy día ha desaparecido, pero pueden verse sus trazas en las vistas
aéreas.
El cruce de la carretera de León con
Peñaflor de Hornija era el punto al que llevaban, tanto a matar como a
enterrar a multitud de personas de los alrededores, como relatan muchos
testimonios.
La informante tenía mucha amistad con la
hija de dicho guarda, que fue quien avisó a la familia de que el padre,
Valeriano Mateo, estaba muerto y enterrado en ese punto, aclarando que
él no lo había enterrado.
Eladia, junto con su amiga, se presentó en el lugar. Vio que allí,
cerca de la carretera, medio metidos en el monte, había 18 o 20
cadáveres. Estaban amontonados, revueltos, con heridas; algunos llevaban
un pañuelo blanco o algo así, como señalándolos, y le dijeron que eran
los de Rioseco. Ella, fuera de sí, se acercó a los cuerpos,
intentando reconocer a su padre. Un grupo de falangistas uniformados la
echó del lugar de malas maneras, pero ella, dando un rodeo, se metió por
el monte y logró acercarse al montón de cadáveres. Reconoció a un
maestro y a unos vecinos de Rioseco. No vio tumbas, ni hoyos.
Eladia, que tenía 17 años, sufrió un gran golpe. La hija del guarda la llevó hasta su casa; estaba como loca; pasaron años y todavía veía a los muertos por las noches.
El guarda le dijo que se tranquilizase,
asegurándole que su padre estaba muerto y enterrado allí mismo, y la
recomendó que volviese a su casa, en Tordehumos, y se lo comunicara a su
madre.
En junio del año 2003 fuimos con ella al
lugar de los hechos, que coincide exactamente con el señalado por muchas
otras personas como lugar de enterramiento de asesinados de toda la
zona. Una enorme fosa común.
En los años 70, los Montes Torozos,
ligados para siempre con la bestial represión franquista, seguían siendo
un lugar mítico, un nombre que siempre salía cuando se hablaba de los
crímenes franquistas. Los habitantes de los pueblos cercanos hablaban de
fuegos fatuos que podían apreciarse desde las carreteras en forma de
destellos verdosos, “fuego de San Telmo” que no es más que metano que
desprenden los restos orgánicos en su proceso de su descomposición.
Los propietarios de estos terrenos roturaron los campos, con lo que es de suponer que los restos aflorarían en algunas zonas.
La existencia de gran cantidad de restos
óseos humanos fue certificada por los estudiantes de medicina que iban
allí en busca de cráneos y otros huesos con los que estudiar anatomía,
como nos relata el siguiente testimonio.
TESTIMONIO DE A.C.
Mi hijo estudió Medicina. El profesor
de Anatomía les dijo que lo mejor que podían hacer era hacerse con
huesos naturales, es decir, con esqueletos de verdad. En aquellos años
era posible conseguirlos, no se cómo, pero la mayoría de los estudiantes
tenían en sus casas cráneos y otros huesos humanos.
Un día, mi hijo me contó que sus
compañeros habían quedado para ir a los Torozos y buscar huesos allí. Te
puedes imaginar el disgusto que me llevé. En ese mismo momento, sin
pensarlo, le conté que mi padre, su abuelo, podía estar allí enterrado,
porque desapareció en julio de 1936; y si los huesos no eran de él, eran
de sus compañeros, o sea, como si fueran de él mismo.
Conocida es también la aversión que
muchos habitantes de la zona profesan a las liebres, animal que no
consumían, porque les atribuían la costumbre de consumir carroña: es
decir, las liebres, según estas personas, se alimentaban de los cuerpos
contenidos en las fosas de Torozos.
Pero no solo los damnificados recordaban
con horror la zona. Tampoco los criminales la podían olvidar, evitando
circular por sus cercanías.
El señor G., riosecano de orden, tuvo un
papel importante en toda la campaña de represión ejercida desde Rioseco,
donde se articuló y se diseñó la actividad de las patrullas en toda la
zona conocida como Tierra de Campos. G. fue responsable y testigo de
atrocidades cometidas sobre población civil, muchos de cuyos integrantes
eran conocidos suyos y alguno de ellos oponente político. Era además un
cazador conocido por su gran afición, pero tras la guerra dejó de cazar
liebres por la zona. En una ocasión, cuando se encontraba con unos
amigos persiguiendo un bando de perdices, cayó por accidente en una hura
(madriguera cavada en el suelo). Con una pierna atrapada en el agujero,
sufrió un clamoroso ataque de ansiedad, gritando que “los muertos no le dejaban salir, que le habían agarrado”. Rescatado por sus compañeros de partida, tuvieron que trasladarlo al hospital.
La conciencia, a veces, juega estas malas pasadas.
TOROZOS HOY
A finales del mes de septiembre de 2013
se inauguró un tramo de la autovía que unirá Valladolid y León. Las
obras se han aproximado mucho a los terrenos descritos, pero nada se ha
dicho acerca de la existencia en los alrededores de las fosas comunes de
la represión. Nadie ha tenido la ocurrencia de recordar que en ese
exacto punto se encuentran enterrados cientos de paisanos, que la zona
es la tumba de vecinos procedentes de la ciudad y de decenas de pueblos
de la provincia, fosas que contienen restos humanos procedentes de
crímenes cometidos por los sublevados.
El escándalo es mayúsculo y una muestra
más de la falta de sensibilidad que los poderes públicos, las
instituciones, los partidos y otras organizaciones demuestran hacia el
tema de las desapariciones. Es como si nunca hubiera pasado nada y las
fosas de Torozos fuesen una invención, un mito, un relato de terror.
No es nada nuevo, por otra parte, en una
provincia plagada de símbolos franquistas, defendidos con uñas y dientes
a pesar de estar prohibidos por la Ley de Memoria.
Durante el movimiento de tierras, algunos
nos hemos acercado para observar la posible aparición de huesos sin
llegar a ver nada; pero es sabido que las empresas constructoras, en
muchas ocasiones, silencian este tipo de hallazgos que les suponen la
paralización de las obras con el correspondiente perjuicio económico. A
pesar de todo, es posible que a fecha de hoy, la mayoría de las fosas
continúen en el mismo lugar, amparadas por las encinas y ocultas a la
carretera.
La opción más decente con las víctimas,
los descendientes, la ciudadanía y la historia sería la creación de un
Espacio de Memoria, un Memorial que tratase el espacio como lo que es:
una zona a proteger por su interés histórico. Existen muchos ejemplos de
tratamiento de zonas como ésta, cuya extensión hace casi imposible la
exhumación de las fosas. La cantidad de personas que contienen y la
dificultad de identificarlas aconseja tratar la zona como lo que en
realidad es: un gran cementerio.
Y los cementerios han de ser respetados y
protegidos. Esto es básico en los seres civilizados, y ningún olvido
voluntario puede impedirlo.
Los enterramientos de los Montes Torozos
son mucho más que una realidad: constituyen un símbolo que representa a
todos aquellos que perdieron la vida por creer en la democracia y
defenderla en las urnas.
Sus restos, que son su testimonio, merecen un destino más honorable y más humano que la desaparición entre lodos y asfaltos.
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