lunes, 28 de octubre de 2013

‘Billy el niño’, la Amnistía y la dignidad de la democracia


Hay delitos de lesa Humanidad que no prescriben. Y las víctimas y los desaparecidos, lo queramos o no, seguirán marcando la conciencia de sucesivas generaciones.
Imagen de la manifestación del 1º de Mayo en Madrid en 1979. (Foto: Prudencio Morales)
Imagen de la manifestación del 1º de Mayo en Madrid en 1979. (Foto: Prudencio Morales)


  | Manuel Rico | 24 Octubre 2013 

Jorge Martínez Reverte, en un artículo publicado el diario El País el domingo, 29 de septiembre, bajo el título “Billy”, simplificaba hasta bordear la parodia la labor de las distintas asociaciones de víctimas del franquismo recurriendo a la justicia argentina y, como consecuencia de ello, las órdenes de busca y captura emitidas por la juez  Servini de Cubría contra varios miembros de la Brigada Político Social acusados de torturas bajo el franquismo. A la vez, Martínez Reverte confería a la Ley de Amnistía el carácter de un punto final afirmando, además, que “marcó el punto en que se pudo sacar adelante este país”. Esa es una corriente de opinión compartida en ciertos sectores progresistas en la que junto a una innegable voluntad de afirmar el espíritu reconciliador que presidió la transición política, se advierten elusiones notables respecto a la evolución de nuestra historia en los últimos treinta y cinco años. Si toda obra humana ha de verse siempre a la luz de la evolución de una sociedad y someterse a los cambios que la sociedad requiera, la Ley de Amnistía no es una excepción.
Es evidente que aquella Ley fue un instrumento esencial para la buena marcha de la transición, que marcó un momento clave en la recuperación de la democracia y que dio carta de naturaleza al objetivo de reconciliación nacional que desde finales de los años cincuenta venía reclamando una parte de la oposición, especialmente el PCE, con el fin de promover la convivencia pacífica y democrática de quienes habían combatido en bandos enfrentados durante la Guerra Civil. También es evidente que la Ley de Amnistía exoneraba de responsabilidad penal a los autores de graves delitos con independencia del bando en que hubieran combatido y que había un consenso tácito en no recurrir a la legislación internacional sobre crímenes contra la Humanidad. La Ley se promulgó en octubre de 1977 y su aplicación acompañó la elaboración de la Constitución y fue asumida por todos, especialmente (conviene subrayarlo) por aquellos que no sólo habían sido derrotados en una guerra en la que la defensa del orden democrático y constitucional estaba con ellos, sino que fueron víctimas de una actuación delictiva, realizada en la más absoluta impunidad, a lo largo de cuarenta años. El grado de “sacrificio”, de renuncia y de generosidad  en la asunción del borrón y cuenta nueva  no fue, por tanto, igual para unos y para otros. Unos habían estado violando las leyes internacionales hasta dos años antes: no hay más que recordar que en septiembre de 1975 fueron fusilados varios presos de ETA y del FRAP y que a principios de 1976 la tortura seguía siendo norma en gran parte de las comisarías y, de manera muy especial, en la madrileña Puerta del Sol o en la barcelonesa comisaría de la Vía Layetana. Los presuntos delitos de “los otros” había que buscarlos en el cuasi remoto período comprendido entre julio de 1936 y abril de 1939, es decir, en plena guerra civil o en puntuales acciones terroristas, protagonizadas por organizaciones nacidas mucho después de la guerra, en los años últimos del Régimen. La Ley de Amnistía trazó un velo de equidistancia, equilibró injustamente la balanza por una razón elemental: quienes venían de la clandestinidad y de la resistencia querían construir una sociedad democrática, impedir cualquier tentación de vuelta atrás, eran conscientes del peso de los poderes fácticos de entonces y sabían que sólo cediendo podía construirse la sociedad que la ciudadanía reclamaba.  El 23-F o las dilaciones que tuvo el reconocimiento por parte de la democracia a los militares condenados de la UMD fueron evidencias de los gravísimos lastres con que avanzaba la transición. 
Los nombres de Luis Lucio Lobato, Simón Sánchez Montero, Marcelino Camacho, Nicolás Sartorius, Fernando Saborido y otros condenados en el proceso 1001 (sus condenas sumaban más de un siglo de cárcel por el simple hecho de ejercer el sindicalismo), Francisco Romero Marín, Marcos Ana, Gervasio Puerta, el poeta Carlos Álvarez y un interminable etcétera, pueden apuntarse al patrimonio universal de la historia de la generosidad de las víctimas hacia sus verdugos: no sólo asumieron la reconciliación nacional, sino que fueron beligerantes en su defensa pública.
¿Qué ha ocurrido desde entonces para que las Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica y otras entidades hayan tenido que recurrir a la justicia internacional? No otra cosa que el desprecio por parte del Estado —por acción u omisión, por excesivas cautelas o por miedo— de la memoria de los derrotados, es decir de quienes han representado y representan la democracia en España y en Europa en un tiempo especialmente difícil. Más allá de la reparación obligada que supuso el reconocimiento de indemnizaciones de carácter económico a expresos y represaliados o de pensiones a militares republicanos, el proceso posterior a la Amnistía ha estado lleno de agujeros negros: la humillación sistemática a víctimas y descendientes de las víctimas, la impunidad con que han venido actuando desde el primer día quienes consideraron que la Ley de Amnistía no iba con ellos, quienes rechazaron cualquier esfuerzo de comprensión hacia el otro y se han venido mostrando hostiles a todo gesto de arrepentimiento, han sido norma habitual en estas tres décadas. Las víctimas y sus descendientes sabían de democracia porque la defendieron y se comprometieron a fondo con ella con altísimos costes personales. Los “arrepentidos” del franquismo, sin embargo, la asumían como mal menor y sin ceder un ápice en el mantenimiento, simbólico y no tan simbólico, de los efectos de su “victoria”. Una actitud compartida, en el fondo, por la derecha española tras la disolución del proyecto de centro democrático que representaba la UCD de Suárez —no olvidemos que AP, la matriz del actual Partido Popular, no votó la Ley de Amnistía: se abstuvo—. La más clamorosa muestra de que ese sector político no asumió (ni asume) las consecuencias de la  Ley de Amnistía (el “punto” al que se refiere Martínez Reverte) es la negativa a cualquier cambio en la situación del Valle de los Caídos, que se mantiene, 35 años después de la promulgación de la Constitución, como un homenaje a la ignominia y a su máximo exponente, el dictador Francisco Franco. ¿Cómo es posible acusar a las asociaciones de víctimas y de defensa de la memoria histórica de querer acabar con la Ley de Amnistía por promover denuncias contra los derechos humanos o exigir la búsqueda de cadáveres de desaparecidos y silenciar que la Ley de Amnistía sufre una agresión permanente con ese complejo arquitectónico, puro estilo franquista, que ensalza la victoria de los promotores de un golpe de estado y homenajea a sus principales protagonistas, y que fue construido, además, por presos políticos esclavizados?
Esa realidad se prolonga en miles de nombres de calles y plazas que, contra la lógica institucional del país y contra su realidad democrática, rinden tributo, además de al dictador, a militares sublevados y a ideólogos del peculiar fascismo español.  Su huella, viva, es visible en centenares de muros de capillas e iglesias en las que, como un desafío a la Constitución, se conservan las placas y bajorrelieves dedicados a los “caídos por Dios y por España”, comenzando por el fundador de Falange. Y tiene complementos en actuaciones, impensables en la Europa democrática, que van de la negativa a condenar, en sede parlamentaria, la sublevación militar del 18 de julio de 1936, pasando por la complicidad de facto con quienes, desde las filas conservadoras, enarbolan banderas franquistas y nazis, hasta impedir la instalación de monumentos en homenaje a defensores de la democracia (aún está reciente en la Universidad Complutense la imposibilidad de levantar un monumento a las Brigadas Internacionales) o la oposición radical (“no hay que reabrir heridas”, se dice) a transformar antiguos campos de trabajo y de concentración en centros de interpretación de la memoria histórica y, de manera especial, de la memoria de quienes allí estuvieron recluidos por defender la democracia.
En ese marco,  al que es preciso añadir el premeditado incumplimiento de una Ley como la de Memoria Histórica —considerada insuficiente por algunos sectores, pero imprescindible—, la ofensiva judicial contra el protagonismo del Estado en la búsqueda de desaparecidos a petición de sus familiares y descendientes, la retirada de fondos con el objetivo de convertirla en papel mojado o la tibieza, cuando no la complicidad o la identidad con ellos, cuando alcaldes, concejales,  alcaldesas y otros cargos públicos enaltecen el franquismo, homenajean a sus “figuras”,  desafían la legalidad constitucional un día sí y otro también, ¿cómo podemos esperar que los demócratas derrotados en la Guerra Civil, los que vivieron largos años de prisión hasta casi el umbral de la democracia, los torturados  y los descendientes de los desaparecidos se mantengan de brazos cruzados sin exigir responsabilidades penales por delitos de los que los vencedores y quienes, desde el Estado y desde las instituciones representativas, parecen considerarse herederos, no sólo no se arrepienten, sino que casi se enorgullecen?  
¿No se había establecido un punto y aparte? ¿O el punto y aparte sólo regía para los republicanos y demócratas, que debían cumplirlo a pies juntillas mientras los verdugos y sus descendientes tienen patente de corso para defender “su obra” y deslegitimar la de los artífices y defensores de la República sin que nada ni nadie los penalice?
No es difícil imaginar que los debates del último lustro (y el empeño judicial de Baltasar Garzón)  no se hubieran producido —o se hubieran producido de distinto modo— si desde la promulgación de la Ley de Amnistía, el Estado hubiera contribuido a extender la conciencia de reconciliación nacional en todas las esferas de la sociedad facilitando la búsqueda de desaparecidos, siendo firme y contundente contra cualquier apología del fascismo y de la dictadura (como ocurre en Francia, en Alemania, en Bélgica, en otros países de Europa), apoyando a la Asociación de Expresos y Exrepresaliados políticos, casi condenada a pedir una mínima reparación como si de una limosna se tratara (sólo fue recibida por la Administración en 2004, diecisiete años después de su creación)  y reconociendo en todos los ámbitos la dignidad democrática del período republicano (¿es comprensible, desde un punto de vista democrático, que a estas alturas de la Historia, las Cortes Españolas no hayan homenajeado a Niceto Alcalá Zamora o a Manuel Azaña, los dos presidentes que tuvo la II República, elegidos democráticamente y símbolos de civilidad, de cultura y de tolerancia?).  Por eso, el requerimiento al gobierno español del grupo de trabajo sobre desapariciones forzadas del Alto Comisionado de Derechos Humanos de Naciones Unidas recordándole que tiene la obligación de buscar a los desaparecidos del franquismo tras su visita a España, no puede caer en saco roto. Sobre todo si comparamos el silencio gubernamental al respecto con la más que ostensible presencia de ministros en la reciente beatificación en Tarragona de varios centenares de víctimas (denominadas mártires) de la Guerra Civil considerados católicos y, aunque no se explicitara, alineados o próximos a los artífices de la sublevación contra las instituciones democráticas republicanas.
Hay delitos de lesa Humanidad que no prescriben. Y las víctimas y los desaparecidos, lo queramos o no, seguirán marcando la conciencia de sucesivas generaciones porque su dignidad no ha sido restituida pese a la buena voluntad que se puso con la aprobación de la Ley de Amnistía. Es inevitable. La Justicia seguirá actuando en el ámbito internacional lo quieran o no nuestros tribunales: porque hay miles de víctimas injustamente tratadas que lo exigen. Para cerrar heridas, no para abrirlas, y para que las generaciones próximas puedan mirar al futuro sin la alargada sombra de un tiempo oscuro que sus antecesores no quisimos o no nos atrevimos a iluminar.

1 Manuel Rico es escritor y crítico literario. Sus obras más recientes son la novela Verano (2008) y el libro de poemas Fugitiva ciudad (2012). Es autor del guión del documental Entre la solidaridad y la memoria sobre la historia de la Asociación de Expresos y represaliados políticos antifranquistas.

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