Francisco Rodríguez Nodal muestra a la jueza argentina en el juzgado de Carmona la foto con sus familiares asesinados. // O. C.
Olivia Carballar / VÍDEO: FRANCISCO ARTACHO
/ 23 may 2014
Suenan las campanas de la torre del reloj. “¿Qué hora es?”, pregunta
Bienvenida Guisado al guardia civil que custodia la puerta del juzgado.
Son las once. Las once ya. Antonia Parra, que aguarda en un banco en el
zaguán de las dependencias, calla. Mueve su pierna derecha y, a ratos,
bebe agua. Su sobrina María José le trae el DNI. “Mira, el mío es de los
antiguos, pero también es para toda la vida. Pone permanente”, explica
Bienvenida. El de Antonia, que continúa en silencio agarrada a su
muleta, caduca en 9999. Una tiene 77 años; la otra 78. A Antonia le
mataron a su padre dos meses antes de nacer. A Bienvenida le mataron al
suyo con sólo unos meses de vida. “Yo le he dicho a mi hijo que me
compre una estantería en Ikea para colocar tantos libros como tengo,
muchos del juez Garzón, porque yo leo como mi padre, al que asesinaron
porque le leía los periódicos a los demás”, es lo poco -y lo mucho- que
llega a decir Antonia en mitad de una espera que va ya por casi 80 años.
“Pues yo todo lo contrario. Los mataron por saber. Así que para qué
saber tanto”, masculla Bienvenida. Dos vidas paralelas que ayer
caminaron cogidas del brazo por las calles de su pueblo, Marchena
(Sevilla), camino de ser escuchadas por primera vez por la justicia. “Ya
está aquí la jueza”, avisa su sobrina.
La jueza a su llegada a Marchena. // F. ARTACHO
María Servini, la magistrada que investiga los crímenes franquistas
en Argentina, se baja de un coche negro y entra directa al juzgado, sin
percatarse de que Antonia, a quien tomará declaración, la recibe en la
puerta. Le siguen el fiscal y los secretarios judiciales. La gente hace
cola en el registro civil. “Pues van a tener que venir mañana porque la
secretaria de aquí tiene que estar en la declaración. Y luego el juez
tiene una boda”, murmura un agente. Antonia camina por el
pasillo y entra por fin, tras esos casi 80 años de espera y unos minutos
de retraso, en el juzgado de instrucción 2 de su pueblo. Es
una de las personas que se sumó a la querella impulsada por la
Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica y dos familiares
de desaparecidos en 2010.
“Esto es un retroceso de las recomendaciones de los derechos humanos,
pero a la vez hay que agradecer la deferencia que está teniendo la
justicia argentina con estas personas que se nos están yendo. Ese es el
tema, que se vayan yendo sin encontrar justicia”, lamenta María José. Se
fue su madre, la hermana de Antonia, aquella mujer sensata llamada
Libertad a la que la insensatez y la barbarie hicieron borrar su nombre.
Se fue, ya no está. Pero Antonia, al menos, continúa dentro. “La
jueza ha escuchado lo que me ha preguntado el juez de aquí. Le he
contado la verdad, los hechos”, narra Antonia a la salida, cuarenta
minutos después.
La jueza argentina junto a Antonia Parra, a la entrada del juzgado de Marchena (Sevilla). // O. C.
A esa hora, en Carmona, Francisco Rodríguez Nodal revisa los
documentos que le llevará a Servini, la esperanza de muchas familias
tras el intento infructuoso de Garzón. “Víctimas y verdugos”, reza un
titular de un periódico reciente. “Justicia a la barbarie”, afirma otro
en una doble página amarillenta. Lleva años guardando todo lo que sale
en la prensa en una carpeta azul. Falta aún media hora para que vengan a
recogerle. Antonia y Bienvenida terminan de atender a los medios
locales a la puerta del juzgado, se cogen otra vez del brazo y regresan a
sus casas. La magistrada sube de nuevo al coche negro, conducido por
Paco Villena, un querellante que pelea desde 2009, sin éxito, para que
retiren una cruz de los caídos en su pueblo, en Hornachos,
Extremadura. Explanadas verdes, amarillas, marrones se reparten a uno y a
otro lado de la carretera. En un tramo los girasoles no miran. En otro,
enseñan su mejor cara. Hay unos 30 kilómetros entre Carmona y Marchena,
entre unos crímenes y otros. Sólo 30 kilómetros entre el dolor de
tantas familias. 12.45. Ya es mediodía.
Artesanía, dice un cartel en una fachada encalada. Francisco, 88
años, sale de su casa con un bastón y un gorro de paja. Ha sido
ebanista. Se sube al coche de Paqui Maqueda, otra víctima del franquismo
y querellante, que ya declaró en Buenos Aires ante la jueza argentina.
Conduce hasta el juzgado por un laberinto de calles estrechas como si el
camino fuese una línea recta. Conoce muy bien el pueblo. Se sabe de
memoria la sangría que los falangistas cometieron en Carmona, donde
asesinaron entre tantos a su bisabuelo. “¿Usted siempre vivió acá en
Carmona?”, pregunta la jueza a Francisco ya en el interior del juzgado.
Francisco está sentado frente a ella. “Sí, desde siempre he vivido
aquí”. Y comienza a sacar los papeles de su carpeta azul. “Carmona es
muy bonito”, afirma la jueza, relajada, mientras bebe agua de una
botella de plástico. “Este es mi abuelo, y estos de aquí mis
tíos”, señala sobre la foto que acaba de entregarle. Servini sostiene en
sus manos los rostros de sus cuatro familiares fusilados. Los mira
atentamente. “¡Que me juzguen! ¡No he cometido ningún delito!
¡No quiero morir!”. Francisco tenía sólo 10 años cuando escuchaba estos
gritos del terror. Vivía junto al rellano de los fusilamientos, al lado
del cementerio. Era 1936.
“¿Este hombre qué es? ¿Implicado?”, pregunta un guardia civil a un
metro de la sala donde conversan jueza y víctima. “No, no, él es
víctima”, aclara Paqui Maqueda. “¡Ah, yo pensaba que era
implicado, que la jueza había venido a eso!”, dice más tranquilo el
agente sin atreverse a pronunciar la palabra asesino. “Ojalá, ojalá se
juzgara a los asesinos”, concluye Paqui con todas las letras.
“Sus lamentos me despertaban en el silencio de la noche. Yo vi las
fosas”, recuerda Francisco, autor de un Guernica tallado en madera y
autor de Caínes del amanecer, el libro donde cuenta todo lo que
ayer, entre emociones, trasladó a la jueza, a quien regaló un ejemplar.
Francisco acaba de recibir un homenaje y el pueblo le ha puesto una
calle a su nombre. “Es un testigo muy iluminado, muy claro, muy gráfico,
un escritor…”, lo define el fiscal tras más de una hora de declaración.
“Con muuucha memoria”, añade la jueza. “Me impactó mucho la
memoria que tenía el señor, lo mismo que el que visité en Miranda de
Ebro. Por eso ha sido muy importante su testimonio, porque él ha
escuchado, ha vivido las emociones de su casa, inclusive fue a la
cárcel, vio a su abuelo y se despidió de él”, continúa explicando
Servini a este periódico.
Francisco no le quiso decir a la jueza el nombre de los asesinos.
Ellos ya están muertos y su familia no tiene la culpa, afirma sin
rencor. Sólo quiere, como Antonia y Bienvenida, que la verdad y la
justicia resplandezcan. “Y que no se olvide a aquellas víctimas que
murieron por nosotros”, confía mientras camina de vuelta al coche. Antes
de marcharse, la jueza saca una cámara digital pequeña de su bolso y
pide una foto: “Acá, en la puerta del tribunal”, donde ayer llegó a
escucharse hasta el himno de Riego: el móvil de Paqui Maqueda no paró de
sonar.
El criminal delinque contra toda la humanidad. La justicia, pues, debería ser universal.
ResponderEliminar