Extracto de la entrevista de Felix Correia a Francisco Franco: «El general expone al Diario de Lisboa los antecedentes, los motivos, la oportunidad y los fines de la revolución»
Sevilla, 8.- (Atrasado)
DIARIO DE LISBOA, 10 de agosto de 1936
8 de agosto de 2014
Después de atravesar algunos de los esplendorosos salones del magnífico palacio que tiene en lo alto de su escalinata tres garzas maravillosas, esculpidas en alabastro, nos introdujeron en el despacho del general Franco. Éste nos recibe de pie, avanzando hacia nosotros, con una sonrisa en su rostro tostado por el sol africano. El color de su uniforme de campaña, su estatura, la increíble diferencia que hay entre su simpatía radiante y el aspecto duro de sus fotografías, nos hacen recordar a otro dictador con quien tuvimos el honor de hablar: Hitler, quien, siendo un sencillo obrero y soldado, ha realizado en su patria una obra idéntica a la que este ilustre general empieza ahora en España.
El general Franco es un hombre de estatura normal, de rostro afeitado y frente alta. Sobre el uniforme lleva una sencilla insignia de San Fernando.
Comenzó diciéndonos que tiene mucho gusto en hablar con un periodista portugués.
—Si esta entrevista no se ha realizado hace más horas, ha sido porque ayer y hoy he tenido un trabajo enorme: instalación del cuartel general, modificaciones en los comandos, recepción de informaciones de las diferentes zonas que ocupamos o donde combatimos, instrucciones para las operaciones militares que tenemos que realizar, etcétera.
El panorama actual.
—¿Cuál es la situación general en este momento?
—La mejor posible. Y a cada hora que pasa mejoran las posiciones del ejército y disminuyen las posibilidades de resistencia del gobierno de Madrid y sus cómplices. En todas partes nuestras tropas y los miles de civiles que están con nosotros toman siempre la iniciativa y salen ganando en todos los combates. Madrid está prácticamente cercado, quedándole apenas las vías de comunicación con Valencia, e incluso éstas están interceptadas en parte. Tanto en Madrid como en las demás regiones que no hemos ocupado todavía —y que son una mínima parte del territorio español— quien manda no son los gobiernos que desde el comienzo de la revolución se han ido sucediendo, cada vez más inferiores, sino comités irresponsables que dirigen y atizan la auténtica ola de barbarie contra la que estamos luchando en defensa de España y de la civilización europea. En Madrid han asesinado a sacerdotes y monjas, igual que en las otras zonas donde dominan los marxistas o donde han estado dominando hasta nuestra llegada. Se ha matado a personas por el solo hecho de ser propietarios o porque se les atribuían ideas contra-revolucionarias. No se libran de la saña de estos bárbaros ni mujeres ni niños. Son enormes las listas de estos vandalismos, que son una auténtica vergüenza. Aún hoy he tenido conocimiento de lo que han hecho en una aldea a unas señoras que pretendían huir de esa chusma y buscar la protección de nuestras tropas. Una de ellas salió de casa con un hijito en los brazos. La derribaron a tiros. Y a la otra, que trató de salvar al niño, le hicieron lo mismo. Tres cadáveres de inocentes, a sumar a los otros miles que pasarán a ser una página negra en la historia de España. ¿Y de quién es la culpa de todo esto? De los gobiernos que, desde 1931, se han venido sucediendo, y de los dirigentes marxistas que impunemente han venido pregonando la guerra civil, el odio, el asesinato. Se ha perdido el respeto por la vida ajena, por las creencias, por la propiedad privada. Se apoderan de las fábricas, de los vehículos, de los periódicos. Y, en la mayor parte de los casos, no es el Gobierno el que hace eso, sino «comités» marxistas que disponen de todo según les viene en gana, ofendiendo los derechos más sagrados y haciéndonos regresar a la época de las cavernas, en la que el hombre era el lobo para el hombre. ¿Cómo no iba a ser así si se permitió una campaña persistente y violenta contra todo lo que era respetable? Imagínese que el Gobierno, con una censura, consintió que Mundo Obrero publicase un retrato mío del tamaño de una página con el siguiente titular incitador al crimen: «Ave, César, ¡los que van a morir te saludan!». Y el gobierno fomentó el vil asesinato de Calvo Sotelo, que fue perpetrado por las autoridades.
—¿No estaba previsto que Calvo Sotelo fuera jefe del gobierno o ministro?
—Debo decirle que nuestro movimiento militar no tenía relaciones con los políticos. Lo que sucediera después, en cuanto a ministros, era prematuro decirlo, ya que serían —y serán— los hechos y los intereses superiores de España los que lo determinasen.
El movimiento en el momento adecuado.
—¿Cuáles han sido las causas determinantes de la eclosión del movimiento?
—Desde 1931 se venía procediendo a una auténtica operación de desnacionalización y de desmembramiento de España. Se vivía en permanente guerra civil. El ejército venía siendo progresivamente «triturado». Y ahora, en los últimos tiempos, se licenció a casi la mitad de los soldados, siendo cesados o trasladados muchos oficiales de prestigio. Añádase a esto la incitación persistente y consentida a la indisciplina, a la destrucción sostenida de la economía nacional, al descrédito del espíritu patriótico, la aniquilación de España; en fin, ya se verá hasta qué punto era indispensable llevar a cabo este movimiento y ya mismo, porque si es verdad que, de momento, teníamos —y tenemos— la seguridad absoluta de la victoria, eso no lo hubiéramos podido garantizar de aquí a unos meses o a unos días. Porque, con la complicidad y la actuación de los gobiernos, estaba preparada para este mes de agosto la revolución social destructora y sangrienta. La mejor prueba de que esto es verdad, que el peligro era ya enorme, es lo que pasó a bordo de algunos navíos de guerra, en los que, sin conocimiento de los oficiales, se habían formado «comités» de marineros, cabos, sargentos y radiotelegrafistas, que asesinaron o hicieron prisioneros a aquéllos y se apoderaron de los barcos. Afortunadamente, en el ejército los oficiales siguen siendo idolatrados por los soldados por sus cualidades de trabajo y de corazón, —y fue eso, junto con el maravilloso entusiasmo y espíritu de sacrificio de las milicias nacionalistas, lo que hizo posible este espléndido movimiento nacional.
—¿Cuáles son los objetivos principales de la revolución?
—Salvar la patria del caos y de la vergüenza en la que se encuentra y evitar la hecatombe que se estaba preparando para estos días. Restaurar la economía nacional, estableciendo la mayor colaboración entre los diversos elementos de la producción. Restablecer el orden, la autoridad, el respeto por la vida, por la propiedad privada, por la religión que España ha seguido siempre. Volver a engrandecer y a prestigiar la nación. Respetar todas las leyes sociales justas y promulgar otras que, teniendo en cuenta las realidades, promuevan el progreso social y extiendan los beneficios de la civilización, hasta donde sea posible, a todos los españoles.
Una dictadura militar preparatoria.
—¿Y qué saldrá de esta revolución?
—Una dictadura militar que inicie la realización del programa que ha unido a todos los patriotas en este movimiento.
—¿Larga o corta?
—Su duración depende de las resistencias que encontremos por parte de los organismos con funciones esenciales en la nueva estructura de la nación española.
—¿Cuál será?
—El futuro dirá. En cuanto sea posible, el directorio militar instará a colaborar a los diferentes elementos de la vida nacional, entregando la administración a técnicos y no a políticos y dando a España la organización «española» que necesita...
—¿Y qué se corresponde con las de Portugal, Italia, Alemania y otros países?
—Sí, pero sin copiarlas. En España los problemas son diferentes: no existe la cuestión racista, como en Alemania, igual que no existen otras que hay en Italia, etcétera. Nuestro movimiento no está hecho desde dentro hacia fuera; sino desde fuera hacia dentro. Queremos que España se reencuentre a sí misma, y que el genio nacional críe, después de este interregno de anarquía y de desnacionalización, el régimen conveniente y adecuado.
El empleo de las fuerzas de Marruecos.
Habíamos llegado a un momento delicado: ése en el que tendríamos que interrogar al antiguo comandante del Tercio sobre el uso de las fuerzas de Marruecos.
Empezamos así:
—¿Ya ha terminado el transporte de las fuerzas del Tercio y de los Regulares indígenas de Marruecos?
—Aún no. Continúa a diario, a pesar de que ya tenemos en la Península varios miles que avanzan sobre Madrid.
—¿Sabe que mucha gente ha criticado el empleo de esas fuerzas?
—¿Y qué dicen los críticos?
—Que no debían haber sido utilizados marroquíes, ni el Tercio, donde hay extranjeros, en una lucha entre españoles. Que el armamento de los marroquíes podría suponer un peligro futuro en África. Y que la salida de esas tropas hacia Europa podría permitir cualquier levantamiento en Marruecos.
—Le responderé por orden. En primer lugar, tanto el Tercio como los Regulares son fuerzas del Estado español, como las demás. Esto mismo es lo que pensó seguramente Azaña cuando, para combatir el movimiento de agosto, capitaneado por el ilustre y añorado general Sanjurjo, mandó venir Regulares y legionarios a Sevilla. El aprovisionamiento de armas a otros marroquíes se realizó en las condiciones normales de las incorporaciones de los Regulares. Y no hay peligro de ninguna sublevación marroquí, no sólo porque yo haya procedido a nuevas incorporaciones de europeos y marroquíes para sustituir a los que vienen a la Península, sino porque nunca había estado tan pacificada la zona española de Marruecos, ni había habido tanto entusiasmo y tanta dedicación hacia España. Nuestro movimiento ha producido allí una auténtica reacción española, como quedó probado por las entusiasmadas demostraciones que hicieron españoles e indígenas. Como usted sabe, el Protectorado estaba sin su Alto Comisario porque había sido nombrado ministro. Yo asumí ese cargo y, cuando uno de los «caíds» gritó: «¡Viva el maghzen!» (¡Viva el gobierno!) inmediatamente otro, de los de mayor prestigio, corrigió: «¡Viva el maghzen farruco!» (¡Viva el gobierno valiente!). El resto son intrigas y maniobras de Tánger y de naciones que operan en Tánger...
El plan de las operaciones.
—Corrió el rumor de que iría con la gran columna que se está organizando contra Madrid...
—No es cierto. Dirigiré desde aquí todo el movimiento militar, que tiene como objetivo principal, en este momento, hacer que Madrid se rinda.
—¿De qué forma? ¿Por medio de un ataque violento y fulminante?
—No es ésa mi intención. Como se trata de una lucha entre españoles, aunque por un lado se encuentren muchos malos patriotas, envenenados por falsas promesas de paraísos imposibles, deben evitarse los grandes combates, como se debe evitar el bombardeo de la capital, donde tantos cientos de miles de personas están con el alma y con el corazón con nuestro movimiento. Así pues, es preferible estrechar el cerco de tal manera que el hambre, la sed, la rebelión interna, el pánico y la convicción de la derrota inevitable lleven al Gobierno y a sus cómplices a la rendición. Por lo demás, trataremos de castigar severamente sólo a los responsables directos e indirectos de tantos crímenes y abusos, que van desde el destripamiento de mujeres a la quema de personas vivas y al fusilamiento de niños.
Los otros, las gentes humildes que han sido y están siendo envenenadas, como están envenenadas y engañadas cuando comprendan su trágico error serán nuestros valiosos e imprescindibles colaboradores en la gran obra nacional. Quitando a éstos, al gobierno de Madrid sólo lo defienden algunos oficiales indignos que, en su mayor parte, habían sido expulsados por el Tribunal de Honor —que no pecaba de exceso de rigor— y otros cargos que no se sublevan únicamente para que no los asesinen, como hicieron en los cuarteles de Madrid y Barcelona, y que están ansiosos de poder colaborar con el movimiento nacional pasándose a nuestras filas.
El régimen y la bandera.
—Permítame, mi general, que le haga una pregunta: En las regiones sublevadas del Norte ondea la bandera roja y oro. Aquí, en Andalucía, salvo algunas excepciones, la bandera izada es la tricolor. ¿Cuál de ellas quedará como bandera de España? El general pensó por unos momentos, y respondió así:
—En los acuerdos que hice con el general Mola y con los otros mandos quedó establecido lo siguiente: el movimiento no es contra el régimen, lo único que pretende es nacionalizarlo y hacer a la nación fuerte, próspera y pacífica. En cuanto a la bandera, no se acordó nada. Será un problema que habrá que resolver después. Se trata de una cuestión sentimental y de respeto por la historia. No hay duda de que el rojo y el oro —los colores de Castilla y de Aragón— han sido el símbolo de España, como en tiempos de Carlos III quedó rigurosamente probado. En cuanto al morado que, en 1931, se añadió a la bandera, me parece que, incluso bajo el punto de vista republicano, se equivocaron. El morado era el color del pabellón real. Hay quien lo justifica con la bandera de los «comuneros» de Castilla. Pero el movimiento de éstos no fue republicano, sino popular, contra los flamencos que rodeaban al rey. Y para que quedase bien definido el carácter de su protesta, alzaron la bandera real morada. Se trata, por lo tanto, de un equívoco —y de un disparate—. Los colores de la bandera, como otras cosas, están por encima del régimen, y es un error cambiarlos porque cambie el régimen. Recuerdo perfectamente oír quejarse amargamente, en 1928, a oficiales alemanes de que se hubiera dado a la bandera nacional los colores de la belga, que ellos habían arrastrado por el suelo cuando ocuparon Bélgica. Y después el error fue reparado. Pero, como le digo, en España, habiendo otros problemas mucho más importantes y urgentes que resolver, el asunto queda para después. Hasta entonces, que cada uno use la bandera que quiera, siempre que ésta no tenga una significación anti-española. De momento, la bandera oficial es la tricolor, como el himno oficial es el de Riego.
España y Portugal.
Sentimos que estábamos robando mucho tiempo —un tiempo precioso— al jefe de la Revolución. Pero no quisimos abandonar el cuartel general del movimiento sin pedir al general Franco que nos dijera qué pensaba sobre Portugal.
—Nuestras relaciones con el país vecino que, sobre todo en el último siglo, han sido lo más amistosas posible, se mantendrán inalterables. Más que a ninguna otra nación, España está vinculada a Portugal por lazos de afecto, de raza, de civilización, de intereses comunes. Y en todos los momentos los portugueses han acompañado a los españoles en sus tragedias y en sus alegrías. Pero en esta hora, más que nunca, hay circunstancias que hacen aún más estrecha esta solidaridad que nos une: si el movimiento español tuviera la posibilidad, absolutamente remota, de perder, no sería sólo España la víctima de tal hecatombe, pues el Gobierno portugués se vería constantemente amenazado por la onda comunista que saldría de mi país. Entiendo que a España le conviene un Portugal fuerte como el de ahora. ¡Y está fuera de toda duda que también a Portugal le conviene que España sea una nación fuerte y pacífica y no una hoguera de anarquía y de terror, cuyas llamas pasarían con total seguridad las fronteras, consumiendo los países vecinos y la propia Europa!
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