Y llegó el 5 de marzo…
La gente de a pie
sabía que algo pasaba, algo muy gordo… pero ¿qué?
El personal civil, en
el centro de Cartagena, no se atrevía a salir a la calle. Sin embargo, salvo en
Los Dolores, donde un grupo de falangistas jóvenes anduvieron a tiros contra
unos guardias de asalto, en los barrios no se notó apenas el movimiento. Un
grupo de control en Los Molinos, otro grupo en Los Barreros… pero sin oírse
disparos. La gente del extrarradio, al ver las camisas azules en lugar de los
monos de los milicianos sobre los cuerpos de quienes pedían la documentación,
pensaron que las tropas habían llegado porque se había acabado la guerra.
Y así, en los
Barreros, Carmen Serrano se encontraba cocinando cuando su hijo Ángel, desde la
puerta de la cancela, le gritó: – ¡Mamá, me voy a Cartagena, que quiero ver
como se acaba la guerra! – Y marchó con otros chavales, desde lo alto del
barrio hasta el centro de la ciudad. Salió corriendo. Fue todo tan rápido, que
ni siquiera oyó a su madre cuando salió tras de él gritándole que no
fuera loco, que se quedara en casa; y por mucha prisa que se dio la pobre
mujer, cuando llegó a la entrada de la verja, ya se le había perdido de vista.
Ángel no había
cumplido todavía los quince años. Era un chiquillo muy impulsivo, y cuando vio
que los barcos zarpaban y todo el mundo dijo que marchaban a Rusia, miró a la
multitud que los despedía en el muelle agitando los pañuelos y cedió a un
impulso repentino, saltando a una de las lanchas que se aproximaban a ellos
llenas de fugitivos. Como el turista que se dice que le apetece viajar, así
hizo él sin pensarlo dos veces ¿Que los barcos se iban a Rusia? ¡Pues mira qué
bien! Él también se iba.
Los barcos pesqueros
empezaron a embarcar gente para trasladarla a Orán. Y entre ellos, Ángel Ros,
un chaval que subió a uno de ellos sin saber por qué lo hacía.
Carmen llegó a casa de
sus cuñados presa de la desesperación.
-
Ay,
mi Ángel, que no sé dónde está… Que se
ha ido esta mañana a Cartagena, a ver como se acababa la guerra, y no ha vuelto todavía.
He preguntado por todas partes, he preguntado a toda la gente, y nadie sabe
nada.
Lo que había ocurrido
en Cartagena ese día fue una auténtica revolución, que se cobró bastantes vidas y multitud de heridos. El
cuñado de Carmen, junto a su hijo Enrique, primo de Ángel, y Pepe, el hermano
mayor de éste, corrieron de un lado para otro, preguntando en los hospitales,
en Comisaría… El marido de su prima, que era policía, empezó a indagar, hasta
que se enteró por un chaval que lo acompañaba, que lo vieron saltar a una de
las lanchas que se dirigían a los barcos cargadas de gente. Gran temor entonces,
pues sabían lo que había pasado en el Cervantes, que cuando ya había tomado
velocidad, un grupo de carabineros, acompañados de unas mujeres, habían
intentado subir y les resbalaron los cabos de las manos, cayendo al agua y
siendo algunos atrapados por las hélices; temían que hubiera sido uno de ellos,
pero se preguntó a los supervivientes y les aseguraron que ningún chaval de esa
edad había subido a la motora con ellos. No sabían nada, ni a dónde se habían
dirigido los barcos, ni si habría llegado al final de su destino… nada.
Una vez en Bizerta,
lo reconocieron unos compañeros de su fallecido padre – Pero muchacho – le dijeron ¿Tú
qué haces aquí? – Las condiciones en que se encontraban eran malísimas, y
cuando la escuadra regresó para entregarse al bando de Franco, lo mandaron de
regreso.
De nada le sirvieron
sus pocos años. En lugar de devolverlo a Cartagena, con su familia, la
criatura, al llegar a Rota, en compañía de los que sobrevivieron a la travesía
de vuelta, fue ingresada unos días en un calabozo, y después lo metieron en un
campo de concentración.
Al cabo de tres años
de pasar frío y hambre, de vivir en nulas condiciones
higiénicas, pasó por allí un oficial de Marina que se extrañó de que tuvieran
encerrado a un niño. Le preguntó por las circunstancias por las que había
llegado allí y ordenó que lo pusiesen en libertad y lo enviaran a Cartagena. Ni
su propia madre pudo reconocerle al primer golpe de vista, pues llegó enfermo,
extremadamente delgado y con el rostro tan inflamado que apenas se le veían los
ojos. Poco romántico el final de su aventura. Pero
estaba vivo, y aun habiendo pasado tres años de calamidades, había conseguido volver a su casa.
Otros,
por el contrario, jamás llegaron a regresar.
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