jueves, 7 de marzo de 2019

Y LLEGÓ EL CINCO DE MARZO


Y llegó el 5 de marzo…
La gente de a pie sabía que algo pasaba, algo muy gordo… pero ¿qué?




El personal civil, en el centro de Cartagena, no se atrevía a salir a la calle. Sin embargo, salvo en Los Dolores, donde un grupo de falangistas jóvenes anduvieron a tiros contra unos guardias de asalto, en los barrios no se notó apenas el movimiento. Un grupo de control en Los Molinos, otro grupo en Los Barreros… pero sin oírse disparos. La gente del extrarradio, al ver las camisas azules en lugar de los monos de los milicianos sobre los cuerpos de quienes pedían la documentación, pensaron que las tropas habían llegado porque se había acabado la guerra.

Y así, en los Barreros, Carmen Serrano se encontraba cocinando cuando su hijo Ángel, desde la puerta de la cancela, le gritó: – ¡Mamá, me voy a Cartagena, que quiero ver como se acaba la guerra! – Y marchó con otros chavales, desde lo alto del barrio hasta el centro de la ciudad. Salió corriendo. Fue todo tan rápido, que ni siquiera oyó a su madre cuando salió tras de él gritándole que no fuera loco, que se quedara en casa; y por mucha prisa que se dio la pobre mujer, cuando llegó a la entrada de la verja, ya se le había perdido de vista.

Ángel no había cumplido todavía los quince años. Era un chiquillo muy impulsivo, y cuando vio que los barcos zarpaban y todo el mundo dijo que marchaban a Rusia, miró a la multitud que los despedía en el muelle agitando los pañuelos y cedió a un impulso repentino, saltando a una de las lanchas que se aproximaban a ellos llenas de fugitivos. Como el turista que se dice que le apetece viajar, así hizo él sin pensarlo dos veces ¿Que los barcos se iban a Rusia? ¡Pues mira qué bien! Él también se iba.


Los barcos pesqueros empezaron a embarcar gente para trasladarla a Orán. Y entre ellos, Ángel Ros, un chaval que subió a uno de ellos sin saber por qué lo hacía.

Carmen llegó a casa de sus cuñados presa de la desesperación.
-       Ay, mi Ángel, que no sé dónde está…  Que se ha ido esta mañana a Cartagena,  a ver  como se acababa la guerra, y no ha vuelto todavía. He preguntado por todas partes, he preguntado a toda la gente, y nadie sabe nada.

Lo que había ocurrido en Cartagena ese día fue una auténtica revolución, que se  cobró bastantes vidas y multitud de heridos. El cuñado de Carmen, junto a su hijo Enrique, primo de Ángel, y Pepe, el hermano mayor de éste, corrieron de un lado para otro, preguntando en los hospitales, en Comisaría… El marido de su prima, que era policía, empezó a indagar, hasta que se enteró por un chaval que lo acompañaba, que lo vieron saltar a una de las lanchas que se dirigían a los barcos cargadas de gente. Gran temor entonces, pues sabían lo que había pasado en el Cervantes, que cuando ya había tomado velocidad, un grupo de carabineros, acompañados de unas mujeres, habían intentado subir y les resbalaron los cabos de las manos, cayendo al agua y siendo algunos atrapados por las hélices; temían que hubiera sido uno de ellos, pero se preguntó a los supervivientes y les aseguraron que ningún chaval de esa edad había subido a la motora con ellos. No sabían nada, ni a dónde se habían dirigido los barcos, ni si habría llegado al final de su destino… nada.

Una vez en Bizerta, lo reconocieron unos compañeros de su fallecido padre – Pero muchacho – le dijeron ¿Tú qué haces aquí? – Las condiciones en que se encontraban eran malísimas, y cuando la escuadra regresó para entregarse al bando de Franco, lo mandaron de regreso.

De nada le sirvieron sus pocos años. En lugar de devolverlo a Cartagena, con su familia, la criatura, al llegar a Rota, en compañía de los que sobrevivieron a la travesía de vuelta, fue ingresada unos días en un calabozo, y después lo metieron en un campo de concentración.
Al cabo de tres años de pasar frío y hambre, de vivir en nulas condiciones higiénicas, pasó por allí un oficial de Marina que se extrañó de que tuvieran encerrado a un niño. Le preguntó por las circunstancias por las que había llegado allí y ordenó que lo pusiesen en libertad y lo enviaran a Cartagena. Ni su propia madre pudo reconocerle al primer golpe de vista, pues llegó enfermo, extremadamente delgado y con el rostro tan inflamado que apenas se le veían los ojos. Poco romántico el final de su aventura. Pero estaba vivo, y aun habiendo pasado tres años de calamidades, había conseguido volver  a su casa.
Otros, por el contrario, jamás llegaron a regresar.

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