martes, 27 de julio de 2010

Un estudio recrea la vida en el campo de concentración de Albatera

27 jul

Monumento, a la entrada al campo de concentración de Albatera (Alicante)
Xavier Aliaga
Los curiosos apenas encontrarán una losa conmemorativa colocada allí por un par de organizaciones anarquistas. Un testimonio humilde, localizado en un saladar jalonado de cañaverales, en el perímetro aproximado del campo de concentración franquista de Albatera, en Alicante, uno de los centros de represión más sanguinarios de entre los 188 habilitados en toda España tras la Guerra Civil.
Los curiosos apenas encontrarán una losa conmemorativa colocada allí por un par de organizaciones anarquistas. Un testimonio humilde, localizado en un saladar jalonado de cañaverales, en el perímetro aproximado del campo de concentración franquista de Albatera, en Alicante, uno de los centros de represión más sanguinarios de entre los 188 habilitados en toda España tras la Guerra Civil. El campo fue desmantelado en octubre de 1939, hace setenta años. Y sus huellas físicas borradas a conciencia. Pero los testimonios orales lo convirtieron, junto con el célebre campo de Los Almendros, en un referente en tierras alicantinas de la represión franquista. Enrique Gil Hernández (Albacete, 1975), arqueólogo de la Universidad de Alicante especializado en la Guerra Civil, lleva tiempo investigando y reconstruyendo las condiciones del campo de Albatera.
“Se han hecho muchos estudios sobre el campo a través de los testimonios de los supervivientes. Es un tema recurrente. Pero la novedad es acercarse a través de una fuente hasta ahora ignorada, los restos materiales”, explica Gil Hernández, quien espera poder acabar su investigación antes de finales de año. “El problema de este enfoque es que el campo ya no existe. Conocemos una zona, a grandes rasgos, pero no hay nada porque fue debidamente desmantelado y el propio espacio donde estuvo situado fue dividido para crear un nuevo asentamiento humano, San Isidro. Es como si no hubiera existido. Apenas quedó un casucho utilizado como cocina”, se lamenta. “Pero tenemos la suerte de que, al menos, existen los planos y podemos inferir su estructura”, añade, en referencia a la documentación encontrada en el archivo histórico de Salamanca.
El centro fue construido en 1937 por las autoridades republicanas, como campo de trabajo penitenciario, con una capacidad aproximada para 2.700 penados. Su ubicación, cercana al puerto de Alicante, escenario de los estertores del conflicto y frustrada vía de escape de miles de republicanos, se convirtió al acabar la guerra en un “espacio ideal para la concentración y posterior depuración del nuevo régimen dictatorial”. Hablar de cifras es complicado. No existe libro de entradas y salidas y la única referencia no oral es La Hoja Oficial de Alicante, que habla el 28 de abril de 1939 de “seis mil ochocientos rojos”. Gil Hernández piensa que la cifra llegaría a duplicarse. “Podemos hablar sin problemas de más de 12.000 personas en el momento álgido”, asegura, pero no da validez a las cifras de 15.000 a 20.000 internos manejadas a través de testimonios directos.
Respecto de las características físicas del campo, Gil Hernández define un espacio cercado por una doble alambrada, con edificios modulares de madera, dependencias para los guardas, barracones con literas, cocinas, almacenes, celdas de castigo y un hospital. Las condiciones de habitabilidad, aceptables durante la República, se convierten en un infierno con la autoridad franquista. La sobresaturación, de hecho, lleva a la construcción de un segundo grupo de instalaciones, conocido popularmente como el Campo Chico. Una existencia difícil de concebir. Al hacinamiento inhumano, agravado por el calor propio de la zona, las carestías nutricionales y de higiene, hay que sumar la angustia, el terror, las torturas y vejaciones y lo que Gil Hernández no duda en calificar como “exterminio”. “Hubo fosas comunes derivadas de fusilamientos masivos”, asegura, y aporta como prueba el descubrimiento en huertos y jardines de la zona de abundantes restos óseos en una zona que no fue habitada hasta 1957. Otros no murieron allí. “La función del campo es controlar y clasificar y los presos van saliendo. Se hacen ruedas de reconocimiento y se producen peregrinaciones de autoridades falangistas desde todos los puntos de España para reconocer gente y llevársela para ajusticiarla en su pueblo de procedencia”, explica. También se tiene constancia de que a cada fuga se contestaba con la eliminación del recluso anterior y posterior de la lista. El espanto fue desmantelado. Pero no arrojado al olvido absoluto.
Antes de Auschwitz
El campo de Albatera fue diseñado siguiendo los modelos de los campos generados por lo que Gil Hernández denomina “las nuevas guerras” de la era industrial, la Guerra Civil Norteamericana (Andersonville tiene el dudoso honor de los precursores) o la I Guerra Mundial. Instalaciones ordenadas, con la función de concentrar y clasificar gente y con el rasgo común de la proximidad al ferrocarril, a modo de “gran cinta transportadora”, según la inquietante comparación del arqueólogo. Albatera cumple esas condiciones. Pero existen también paralelismos escalofriantes con Auschwitz, el horror en mayúsculas, el icono de la barbarie nazi. “No digo que los alemanes tomaran nota, pero el precedente de Albatera, que no era un campo de exterminio pero en el que se exterminó a gente, presenta muchas similitudes”, anota. Y advierte: “La reflexión final es que en España hubo una represión muy dura aunque se pretenda correr un velo para no hablar con propiedad de las cosas”.

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